NOTA DEL AUTOR (O AUTORA XD):
Christine y Erik son personajes originales de WaterLillySquiggles y Miss Whoa Back Off
Ferrissian DiCaillum es personaje original de QP/Diana
Themis Ulcies es personaje original de RagnaBlast
Los otros personajes que vayan surgiendo en el FanFic son cosa mia y si no lo son, traquilos que os lo hare saber ^^
Damas y caballeros, fans de Slayers y amigos lectores, creo que va siendo hora de escribir mi versión de lo ocurrido entre la bisabuela de Zelgadiss y Rezo ¿no? Porque es un personaje que su importancia debió de tener aunque Kanzaka no haya hablado de ella.
Historia narrada en primera persona. Según Rezo y según Orianna ^^
Yo, la verdad, hasta que no conocí a otras fans de este hombre y sus circunstancias, no me había puesto a pensar o a imaginarmela hasta hace poco, claro que muchas cositas me fueron viniendo gracias a dibujos o escritos sobre ella o esa posible ella que me fueron gustando e inspirando asi que he de hacer mención a estas grandes e imaginativas fans y dedicar esta historia, la historia o mi historia más esmerada de Orianna y Rezo ^^ También tome muchas referencias de un romance prohibido entre un monje y una muchacha, protagonista uno y madre del niño que busca el protagonista de ese libro LoL Por último, como en la edad media los monjes (se supone) hacían voto de castidad si alguna vez se les acusaba de quebrar esos votos, se les escomulgaba y ganaban mala fama, yo con Rezo he hecho algo parecido porque se supone que la gente lo considera un monje, extraño porque cura y tal pero monje o erudito... Aunque en Slayers muchos sacerdotes tienen familia ¬¬
Dedicada especialmente a AmberPalette, Miss Whoa Back Off y a Dulcis-Absinthe ^^
FanFic Slayers
Rojo Relativo - Juegos de amor
¿Realmente fue un error? ¿un desliz? ¿Algo que no debió ocurrir entre los dos? Nunca pude olvidar, quizás ella tenía razón, se creó entre nosotros una unión, una conexión que dió origen a tantas personitas maravillosas, porque no quise creer que ninguno de mis parientes, de aquellos que llevaron nuestra sangre fueran malvados, fueran, como dicen tantos otros, algo de lo que deshacerse. De todos modos, ellos crecerían conociendome tán sólo como ese gran hombre, como ese santo y como ese gran sabio que recorría la tierra compartiendo su bondad y conocimientos. Escogí la solución más adecuada para todos pero con sinceridad esa solución fue como arrancarse una astilla, aún me duele pues yo a medida que estuvimos juntos también quise dejarlo todo para estar con ella y el niño iba tomando forma y vida en su vientre. Sin embargo, consciente de que eso nos trairía más problemas, traté de hacer lo correcto, encontrar el marido y padre de nuestro hijo que se merecía. ¡El monje rojo jamás la dejaría como si realmente fuese una mujerciela en un hospicio cualquiera! Eso lo tuve muy claro porque Orianna, así creo que se llamaba pero nunca pude asegurarlo, como luz que guardé a mitad del camino, con la esperanza de volver a encontrarla, más luminosa, en la oscuridad que me rodeaba, fue como la princesa que todo caballero desea tener pero que no consigue fácilmente. ¿Dónde la conocí? ¿En que plazoleta de pueblo se hizo paso entre las gentes para ponerme en duda? No consigo situar su hogar pero sé que fue durante esos largos viajes que realizaba acompañado ya de los primeros ayudantes y aprendices que tuve, Isabella y el granuja de Bricus. ¿Hacía Saillune para exponerle mi caso al gran sabio Lou Groun? Alguien mientras cruzaba aquella población se aproximó a nosotros implorandome examinar y curar a algun familiar largo tiempo enfermo. Porque yo podía hacerlo, porque yo no era un monje cualquiera, me iba diciendo conduciendome hasta ese enfermo. Sí, mis obras de caridad me darían la fama, el afecto del pueblo y el titulo entre los que me rechazan de gran sabio. Yo que principalmente gustaba de visitar hospicios o hospitales pues era ahí dónde podría poner a prueba los conocimientos que iba logrando y mis capacidades curativas. Isabella anotaba todos los hechizos que iba desarrollando y si funcionaban o no. Si no lo hacían, habría de variar alguna palabra de poder o concentrar poder de otro modo. Que hiciese esas curaciones, no siempre era por compasión, era tán metodico e inseguro que antes de probar suerte conmigo mismo, necesitaba saber si saldría bien o acabaría peor. Al salir de la humilde vivienda de aquella persona una gran multitud se formaría al dar los primeros pasos hacía la posada pues al principio realizar esos conjuros tán poderosos y complejos me debilitaban. Curé a algunos, a los que mi poder me permitió hasta que una voz, una bonita y joven voz acompañada de unos pasos agiles y llenos de decisión se pusó a gritar a aquella multitud:
-¡Dejad de suplicarle que os cure! -
Al principio creí que aquella voz agradable y clara como el cantar de pajaros era compasiva, que se habría dado cuenta de cúan cansado estaba y estaba pidiendo a la gente que se controlase un poco pero no, lo que saldría al momento siguiente, además de osado, fue peor que un insulto o una bofeta.
-¡¿No comprendeis la cantidad de monedas de oro que os costaría pagarle?! ¡Ni entre todos los aldeanos tendriamos suficiente! -
-¿Disculpa? -Le diría yo tán sorprendido como disgustado soltando las manos de la última persona que curaría aquel día, la cúal volvió al grupo lentamente, agachando la cabeza, me figuré, para acercarme y posar una de mis manos en lo que era su espalda. Ella se voltearía al sentirse tocada. -Yo no estoy haciendo esto por su oro... -
-¿Ah no? Eso dices ahora pero seguro que cuando pase un tiempo, volverás y nos lo exigiras. -Me interrumpiría, en su voz se palpaba rabia contenida. Luego volvió a dirigirse alzando la voz a los aldeanos. -¡Porque todos hacen los mismo! ¡Todos los curanderos y todos los sacerdotes! -
Era toda una defensora del pueblo llano. Por muy dolido que me sintiese al oir esas acusaciones, me sentía demasiado cansado para ponerme a debatir con ella la clase de motivos que me movían a realizar desinteresadamente curaciones o examinaciones a esas buenas gentes, por lo que arrugando la frente y respirando hondo, lo último que les diría, a ella y a todos los presentes fue:
-Bien, entonces me marcho. Y tranquila, buena gente, no sé si volvere por aquí. -
Al pasar por su lado, el olor que despedía su cuerpo era como de florecillas silvestres o florecillas salvajes, suave pero envolvente. Isabella y Bricus marcharon trás de mí, los griterios que se escucharían a lo lejos me confirmarían que la gente estaba enojada con su defensora. Ella tenía algo de razón en desconfiar pues era verdad que los curanderos no ofrecían sus servicios gratuitamente y parte de lo que se ganasen no sólo iba para el rey o el señor que les acogiese en sus tierras, debía de ir para las diferentes ordenes de sacerdotes que había a lo largo de los diferentes paises. Para ser atendido por un sacerdote, además debías de dirigirte tú mismo al templo correspondiente, según tu caso te dejaban en un hospital o te mandaban de vuelta a casa. Sentado sobre una silla de madera apoyado sobre la mesita de noche que había junto a la estrecha pero comoda cama de la habitación que se me había concedido recordaría la osadia y sabiduria de la que hizo gala aquella voz que provendría de una muchacha excepcional. Entre el disgusto y el asombrobo nació fascinación hacía ella. ¿Cómo sería? Nadie hasta ese momento me había cuestionado sin ser uno de mis ayudantes.
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Todos hablaban de ese hombre como si fuese un santo, un hombre dedicado en cuerpo y alma a los demás pero yo, yo no podía creer que alguien así pudiese existir. A la edad de dieciseis años, una edad en la que los padres lanzan a sus hijas a los brazos de los que serán sus esposos con la esperanza de darles buena vida, cumplir con las leyes y ganar algo de oro, yo, yo era la muchacha más resabiada, incredula y perspicaz de entre todas las jovenes del pueblo. Siempre buscaba a alquien a quien desafiar intelectualmente pues para mí la vida de ama de casa era necesaria y formaba parte de ser independiente pero no tenía por qué ser lo único a lo que una mujer aspirase. Quería viajar, quería saber, quería utilizar magía, quería que mi mente se expandiese más allá de los limites impuestos a las mujeres. Y seguramente eso fue lo que hacía que los hombres, no sólo los jovenes, que todos los hombres se sintiesen tán atraidos por mí. A madre le irritaba, le enojaba y consumía esa actitud tán soñadora y libertina por lo que más de una vez tuve que conseguir realizar esos deseos a sus espaldas. Compraba toda clase de libros con las monedas de oro que me ganaba siendo sirvienta de algún señorito en la ciudad cercana. Las muchachas del pueblo me envidiaba, por eso decían esas barbaridades sobre mí, porque ellas no se atrevían a abrir sus mentes. Estaba segura de que también miraban al considerado santo con ojos de loba. En los corrillos que se formaban junto al pozo, al viejo pozo de oscuras piedras, hablarían, no de sus habilidades magicas, sino de lo joven o apuesto que les resultaba. Nereida era la peor de ellas, la que comenzó a lanzar esos rumores sobre mis ausencias.
-¿Os fijasteis en él? -Preguntaba a las otras chicas apoyandose en el pozo, casi sentada al borde. -¿De verdad creeis que un joven tán apuesto es un monje? -
-Sí, llevaba ropajes de monje aunque su color fuese un poco inusual. -Le respondía una de ropas claras y pañueleta a juego ocultando parte de sus dorados cabellos. -¡Y es toda una lastima! ¡Era guapísimo! -Añadía ruborizandose al admitir el deseo que le avivó.
Nereida, de ojos de un vibrante tono verdoso y oscuros cabellos que tendían a enredarse o revolverse bajo su pañueleta, rió comprendiendo bien como se sintió la muchacha rubia pero dijo adoptando una voz seria y entristecida:
-Pero él dijo que no volvería... ¡Todo por culpa de... De la zorra de...! -
-¿De quién? -La contendría yo acercandome al grupo llevando sobre un brazo un cubo que llenar de agua. -¿Mía por salvaros de la pobreza? -
-¡Él no es como los demás! -Sollozaría otra muchacha, de las timidas, de las que por desgracia guardaban su potencial y belleza para un marido que le saldría mujeriego. -Todos dicen que nunca ha pedido ni una moneda de oro por sus servicio en ninguno de los lugares que ha visitado. Mi padre me lo ha asegurado. -
Me quedé callada un momento, aquella muchacha no era de las que le complaciese decir falsedades, era buena aunque a menudo muy ingenua como una niñita. Al poco de dar su opinión bajaría los ojos y abandonaria el grupo. Era tán timida. Nereida en cambio era peor que los demonios, no le importaba destrozar las vidas de los demás con tál de conseguir sus propositos y no tardaría aquella mañana en atisbar en sus ojos que haría todo lo posible por alejarme del Monje rojo.
-Bien, si no me crees, te retó a presentarte ante él y sonsacarselo. Nadie puede ser tán bueno. -Le reté antes de irme alzando la cabeza sin agacharla ni un instante, con las manos sobre mis caderas pero hasta que no llegue a mi habitación no me dí cuenta de lo que acababa de hacer, le había dado una magnifica excusa a Nereida para simpatizar con él. Mirandome al espejo me puse a dramatizar. La muchacha que me imitaba era una joven de rostro fino y redondeado, ojos grandes y de un azul muy clarito, nariz rispingona y labios de un rojo que parecían invitar a otros labios a tocarlo. Con piel clara y mejillas muy rosadas, sin necesidad de umguentos o polvos pero con un cabello ondulante y cobrizo de un castaño rojizo que las buenas muchachas no deberían poseer que caía por mi espalda como cascadas.
-Acabas de llevar a ese hombre hasta el peor de los demonios. -
Resoplando me dí cuenta de que aquello no debería molestarme tanto pero lo hacía y como no lograba descudriñar el motivo, comence a darle vueltas a lo que podría decirle o hacer esa mala pecora. Tumbada boca arriba en mi amplia cama, admití que, santo o no santo, era un tipo curioso. Rogue a Ceipheid que fuese bueno, que realmente, ofreciese sus saberes sin buscar un beneficio. Mi madre se ponía muy enferma en invierno.
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-Me gustaría saber quién era aquella defensora del pueblo llano. -Comenté a mis ayudantes mientras comiamos en el restaurante que nos recomendó el dueño de la única posada del pueblo, posada que era su propio hogar. Hogar en el que sólo residía él y su esposa.
-¿La tipa esa que te dejó en ridiculo delante de toda esa gente? -Preguntaría Bricus esparciendo un montón de migas de pan pues aún tenía la boca llena.
-Sí. -Asentí. -Me pareció muy valiente. -
-Yo diría incosciente. -Me corrigió Isabella antes de echarse un poco de agua en un vaso desde una jarra de lo que supuse al tocarla sería ceramica barata. -¿Acaso no ha oido hablar de las grandes obras que Ud realiza? Ud merece mucho más respeto. -
-Lo dice una que me trata más como un hermano que como a su respetable maestro. -Le recordé con sorna.
Bricus se echó a reir, supongo que Isabella debió de poner morritos como hacía cada vez que se sentía ofendida. Muy en el fondo me sentía agradecido de que Isabella fuese como era. Mientras Isabella volvía a colocar y meter nuestras cosas en la bolsa de piel de tamaño mediano que llevaba colgada a lo largo del camino, Bricus y yo decidimos dar un paseo por el pueblo.
-Si te sientes con fuerzas... -Me diría él dejando escapar una risita traviesa al dar los primeros pasos alejandonos de la posada.
-Claro que me siento con fuerzas. Sólo necesito un tiempo sin usar magía. -Le informé frunciendo el ceño fingiendo estar muy molesto por sus palabras. Bricus haría dejaría escapar un ah burlón ofreciendome su brazo derecho. Era todo un bribón pero también se podía apreciar en él gran fidelidad y aprecio. Mal hablado y orgulloso de su afición a robar pero siempre alegre y fanfarrón. Hablar con él era un no parar de reir. Erik siempre fue más formal y Gerom era en ocasiones demasiado serio. Pasando por la calle más importante, la que conectaba todas las otras callecitas nos toparíamos con otra muchacha. Al instante de que Bricus me describiese en un susurro su apariencia supé que no era ella, la osada muchacha del otro día. Me decepcione porque su voz me pareció bastante similar.
-¿Podría acompañaros? -Me pidió.
Bricus me miró como siempre he deducido que hacía antes de hacer algo, yo simplemente me encogí de hombros. La muchacha no necesito escuchar una confirmación. Fue un paseo corto porque el pueblo no era muy grande pero entretenido. Bricus y la muchacha no parecían encajar, había algo en sus voces o en las cosas que iban diciendo que lo dejaba bien claro. Desde ese día comprendí que Bricus además de talentoso y rapido con la espada, era el mejor descubriendo y desbaratando seductoras. Ni corto ni perezoso, le soltó:
-Mira guapa, por si no lo sabes el maestro Rezo es un erudito y los eruditos a diferencia de muchos sacerdotes no son de los que pierden el tiempo con mujeres. -
La pobre muchacha se quedó tán al descubierto como avergonzada pero antes de marcharse me hizo una advertencia:
-Oh, cúanto lamento haberle hecho pensar eso, si le he ofendido, ya me marcho pero antes me gustaría hablaros de una muchacha del pueblo de la que debeis tener cuidado, dicen que va seduciendo a todos los buenos hombres del pueblo y también dicen que se vende en la ciudad más cercana. -
Nos dejó a Bricus a mí muy desconcertados. ¿Cuidado? Si pero ¿en qué sentido? Bricus no le dió tanta importancia, todas las muchachas, por muy rameras que fuesen, tenían un respeto enorme hacía los sacerdotes, ellas nunca osaban a acercarse a ellos y todos los jovenes que ansiaban ser sacerdotes solían elegir ordenes que consintieran el matrimonio. Bricus sabía bien todo eso porque su padre había sido uno de esos jovenes, claro que Bricus nunca lo fue. Pero yo si se la dí, ninguna mujer, por muy mala que fuese su condición social o economica, debía verse obligada a realizar ese trabajo, si esque a eso se le podía llamar trabajo. Volviendo por donde habiamos ido, lo hablaría con él.
-¿Tú qué crees que querría decir con eso de que tengamos cuidado? -
-Pues... A lo mejor tenía miedo de que te sedujese como a los hombres de la aldea. -Respondió Bricus divertido. -Pero no vale la pena pensar en ello, ninguna de las que van por libre se atreverían y bueno, las que lo hacen en casas de placer... Dudo que lo hagan porque ellas no son las que mandan. -Añadió explicandome con detalles innecesarios el motivo por el que no había que darle importancia. Yo le escuche sin dar credito a la clase de cosas que sabía, para ser tán joven. Pasando por la zona en la que estaba la posada, Isabella con sonoros gritos nos haría saber que todo estaba listo para marcharnos cuando yo lo quisiese.
-¡Todo está listo para continuar con nuestro viaje! -Exclamaba con vigor.
-¡Estupendo! Por cierto, ¿sabes que una muchacha ha intentado coquetear con nuestro maestro Rezo? -Tardaría en contarle Bricus a Isabella. Isabella le demandaría más información instantaneamente:
-¿¿En serio?! ¡Cuenta! ¡Cuenta! -
-Se nos acercó una joven del pueblo y se puso a preguntarle cosas al maestro Rezo poniendose muy melosa... -Le transmitió Bricus pero el grito de sorpresa e incredulidad que dió Isabella obligó a Bricus a dejar de hablar.
-¡Qué verguenza! ¡Nuestro maestro Rezo no es esa clase de hombres! -
-Tranquila mujer, en cuanto la calé, se lo dije y salió escopetada. -La tranquilizó Bricus colocando sus manos sobre sus hombros obligandola a entrar al interior de la posada, yo camine a su lado sin decir palabra. ¿Qué podía decir a esos dos? Dijese lo que les dijese, ellos casi nunca me hacían caso, bueno, no como a mí me hubiese gustado. A veces pensaba qué por mucho que me esforzase en ponerles normas que acatar, ellos eran mis ayudantes a su manera. En la soledad de mi cuarto sentado sobre la cama, acariciando el suave tejido de mi bolsa de viaje, la única que he poseido, ya cerrada con todo empaquetado y ordenado en su interior, medite como lo hacen los jovenes sobre esas criaturas tán hermosas y perturbadoras que eran a veces las mujeres. Para mí, sólo eran voces y figuras imaginarias como bien podían serlos las hadas. Una belleza inconcreta que no me sería permitida identificar con mis otros sentidos, ya que en innumerables lugares tocar a una dama en según que zonas estaba prohibido y no me refiero a zonas muy intimas, me refiero a zonas como la mano o el brazo. Te imponen pagar una cantidad de oro, mayor o menor según la zona tocada. Sin olvidar el hecho de que a los eruditos se le prohibe el contacto carnal con mujeres.
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Volviendo a leer uno de mis libros sobre leyendas y creencias populares en tiempos de los grandes sabios como Lei Magnus o incluso en tiempos más antiguos me dí cuenta con cierta rabia de que todas los principios y leyes morales que en nuestros días se han de aceptar y cumplir antes no eran tán duros o extremos. Para mi creciente enojo las mujeres que fueron admiradas o tratadas como criaturas portadoras de vida y grandeza fueron perdiendo esos valores gracias a unos cuantos sabios, varones hasta que llegó uno que trató de recordar algo de esos tiempos favorables para las mujeres, Themis Ulcies, que vivió esa epoca tán complicada y llena de cambios que el gran sabio y gran filosofo Lei Magnus vivió. Si deseo ser hechicera en vez de sacerdotisa es gracias a ese gran sabio. Tumbada sobre la cama con las piernas cruzadas hacía el aire pasaba mis ojos de claro color sobre los oscuros escritos que llenan cada amarillenta pagina de ese gastado y antiguo libro. Me mordí el labio inferior cada vez que venía a mí mente las palabras de mí madre, no le fue fácil desposarme con algún buen muchacho, porque generalmente no se lo ponía fácil, pero nunca se rendía y al final lograba encontrar más interesados, sigilosas lagrimas caían por mis mejillas antes de que mi madre me insistiese en que fuese al gran mercado que se celebraba en la plaza para comprar comida u otros neceseres. Siempre despidiendose con estas palabras:
-Cariño, procura comportarte como una dama, no hagas que las gentes piensen que tú eres esa muchacha de mala vida. -
Yo salía de nuestra bonita y sencilla casita construida parte en piedra, parte en madera, asegurandole que me esforzaría mucho en mostrarme como ella suplicaba a Ceiphied que me mostrase con una gran sonrisa. Caminando hacía con la mirada al frente vestida como una muchacha de bien debía, con mi pañueleta y mi vestido a juego, a veces, a cada paso que daba, fantaseaba con ser esa ramera de la que hablaban. La bella y requerida cortesana que todos los hombres, hechiceros, sacerdotes o grandes gobernantes deseaban conocer y probar su cuerpo a cambio de unas pocas palabras. Conocimiento a cambio de placer. No tener que ofrecer mi cuerpo por obligación, como ha de hacer toda buena esposa, a un hombre que ni sabía si me iba a apreciar o no. Al llegar y dar una vuelta por los diferentes puestos, todos llenos de productos traidos de los más variados lugares, algunos de lugares más allá del desierto de la destrucción, Nereida al verme, se aproximaría hasta mí para contarme su acercamiento al Monje rojo.
-¿Sabes? Dando un paseo con él le hable de tí y tus sucios pasatiempos. -
-Qué sorpresa. -Exclamé con voz monotona. -Aparte de hablar de mí, ¿te atreviste a preguntar cúal es su motivación para curar a la gente gratuitamente? -Añadí sin perder la calma. Suposé que no se atrevería pero sí se atrevió, ella asintió con alzando la cabeza prepotente pero no dijo que el Monje rojo le dió una respuesta muy vaga, que no fue ni la mitad de sincero de lo que sería conmigo.
-Dijo que no había nada que temer, que no era tán codicioso como tú te crees. -
Alce una la ceja derecha con gesto de fingida rendición. Pronto conocería a mi futuro esposo y me marcharía con él a la ciudad para preparar la ceremonia y demás que me ataría a la vida que mi madre deseaba para mí. Ya no habría libertad de escoger un amante con el que ir más allá de lo permitido y ni habría libertad para desarrollar mis talentos. Que les sacase el dinero como muchos otros habían hecho con mi madre me daría absolutamente igual. Adquerí las cosas que mi madre me había enumerado antes de salir llevandolas todas ellas en una cesta de tamaño mediano de mimbre pero unos tejidos de fuerte y deslumbrador color rojizo captó toda mi atención. Fue hacía ese puesto como hipnotizada. Frente al orondo comerciante, que con sumo gusto y picaros ojillos me entregaría la tela roja, pasaría las manos sobre ella, con un gozo casi erotico, se me ocurriría una locura, la última locura antes de convertirme en una devota esposa. Las monedas de oro que con tanto esfuerzo ganaba en la ciudad dejandome las manos limpiando las amplias superficies de suelo de mansiones de muy distintas y distinguidas familias pasaron de mis manos a las regordotas manos del comerciante como bien se demandaba. Como una niña que acabase de encontrar un gran tesoro corrí a mi cuarto para ponerme manos a la obra y convertir esa preciosa y aterciopelada tela en un vestido que dejase a todos con la boca abierta, especialmente a todos los hombres. Ceñido y muy sinuoso añadiendole algunas cintas de vivo color dorado por las mangas o por entre la zona que unía la parte de la larga falda que dejaba asomar parte de una de mis largas y claras piernas. Con la tela sobrante me hice una especie de ciara igual de roja que el vestido. ¿No andaban diciendo que era una mujer de mala vida? Yo les iba a mostrar a esa mujer de mala vida de la que tanto se temía.
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Unos golpes en la puerta de mi cuarto me sacaron de mi larga introspección. Alzando la cabeza hacía donde suponía estaba la puerta, aclarandome la voz, dije:
-¿Sí? ¿Quién me busca? -
Una voz femenina que reconocí al momento, respondió:
-Lamento molestarle y más sabiendo que pronto se marchará pero me gustaría pedirle un favor, si Ud me lo permite. -Comenzaría a hablar la esposa del dueño de la posada.
Con una sonrisa resignada, le anime a entrar. La cerradura de la puerta emitió un ligero sonido que me indicó que la mujer estaría dentro en apenas unos segundos. El conjunto de pasos que escucharía me confirmó que se la mujer no iba sola. Que se arrodillase al pedirme ese favor que tanto deseaba pedirme no me produjó ninguna satisfacción u orgullo, todo lo contrario, haría que les rogase yo que se pusieran en pie o que se sentaran a mi lado y tratasen de comportarse conmigo como lo que era, un hombre. Tomando sus manos entre las mias la ayudaría a levantarse poco a poco.
-Por favor, no es necesario que se arrodille ante mí, digale a su amiga que se acerque, hare lo que pueda. -Fue todo lo que le dije exhibiendo una tierna sonrisa. La mujer debió de asentir con la cabeza y hacerle un gesto a su acompañante para que se acercase.
-Muchísimas gracias, Monje rojo. No soy digna de recibir su prodigioso don sobre mi. -Murmuraría la mujer llena de algo que superaba la confianza, algo de intensidad parecida a la fe. En aquel momento sus palabras me conmovieron bastante, sentí mis ojos bajo mis parpados humedecerse pero conseguí no llorar. ¿Qué clase de santo llora? Los que lloran son los que buscan al santo y el santo nos apacigua y consuela desprendiendo serenidad y bondad. Sentandose timidamente a mi lado en la cama, entrelazaría sus manos con las mias, su piel era aspera, debido al continuo trabajo que un ama de casa realiza pero sus dedos eran alargados y finos como los mios o como los de un artista. La mujer dejaría exclamar un gran oh a medida que recitaba el conjuro sanador y de entre mis manos iba surgiendo una luz que se extendió por todo el cuerpo de su amiga. No me aventuré a preguntar si había funcionado o no. Lo único que me preocupaba en aquel momento era tumbarme en la cama y dejar la mente volar. Las mujeres se marcharían muy agradecidas, tanto que la que fue curada me dijo con voz entrecortada:
-Yo no poseo grandes cantidades de oro... Sólo lo justo para que mi hija y yo vivimos... Pero le prometo que mandare a mi hija con algún obsequio adecuado para Ud, su grandeza. -
Sonriendo negué con la cabeza diciendo:
-Mi buena señora, no es necesario. Forma parte del deber que elegí desempeñar. -
Al escuchar de nuevo la cerradura al cerrarse, suspiré y me deje caer hacía atrás. ¿Mandaría a su hija? ¿Debía verlo como un regalo de las deidades o como una prueba? Sé que los eruditos y sabios eligen destinos solitarios sin contacto carnal pero ¿los santos también debemos ser extrictamente puros? Derramamos nuestro amor y bondad pero no sobre la persona especialmente amada.
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Si voy a entregarme a un único hombre, al que me entregare tanto en cuerpo como en alma, antes quiero, necesito, deseo ofrecerme a quien yo decida. Ese será mi último acto de libertad, como cuando siendo niña tentaba con la esperanza de ser correspondida al único joven del pueblo que me hacía sentir yo misma. Que escuchaba encantado las historias que se cuajaban en mi tierna mente sobre diosas dragones y demonios monstruosos que las intentaban secuestrar. Que tomaba mi mano y unía sus labios rosados sobre los mios largas horas, que tumbados sobre la hierba colocaba su cabeza llena de rizadísimos cabellos sobre mis senos carentes de la forma propia de un seno. Él siempre fue un muchacho muy reservado, sus ojos mostraban un deseo de esos que lo abrasan todo pero estaba tán bien educado que se contenía y contentaba con besarme y abrazarme. Oh Ceiphied, ojalá no se hubiese marchado a la ciudad. Colocando sobre mi cuerpo desnudo pero recien aseado y perfumado mirandome al espejo recuerdo algo que comentó una de las muchachas que siguen como perritos falderos a Nereida. El santo, el conocido como Monje rojo se le da un aire a mi amor de la infancia, cabellos muy oscuros, tán oscuros que bajo la luz del sol o la luna brillan adqueriendo un tono purpura pero los del Monje rojo son mucho más lisos y disciplinados. Pasando mi viejo cepillo por mis cabellos frente al espejo arrugó mi frente al igual que la hermosa y provocativa joven del reflejo y aunque ambas intentamos sonreir, el recuerdo de nuestro primer amor nos ha puesto un poco sensiblonas. Al colocarme la imaginativa ciara roja en mitad de mi cabeza como si se tratase de una barca de apasionado color abandonada en mitad de la zona alta de esas cascadas que son mis cabellos largos y ondulados sobre toda mi espada y mis hombros hasta finalizar en mis senos o un poco más abajo, comienzo a envolver todo mi cuerpo con una capa de oscura tonalidad de lana con una capucha, que siempre viene bien tener, justo a tiempo antes de que mi madre entrase a mi habitación para pedirme visitar al Monje rojo. El cabreo fue gigantesco por mí parte.
-¿Y por qué he de visitarlo yo y hacerle entrega de un obsequio? -Preguntaría mirandola con expresión de fastidio. -¿Acaso fuiste a rogarle que te curase? ¡Madre, no podremos pagar su gran servicio con una simple tunica! -Le regañaría al darme cuenta de lo que había sucedido a mis espaldas. Pensandolo con benevolencia, tenía su gracia pues era yo la que hacía esa clase de cosas, lo que me negaban, a espensas de mi madre. Ella ni se molestó en sentir un poco de culpa o arrepentimiento, simplemente replicó:
-Cariño, el regalo es cosa mia. Él me curó sin pedir nada a cambio. ¡Tal y como cuentas las gentes! -
Su voz se quebraría de la emoción que le producía recordar ese momento, como con un sólo mantener unidas las manos el mal que le aquejaba aquellos frios días se fue disminuyendo. Resoplando acepté visitarlo y entregarle el obsequio en nombre de mí madre. Entonces, algo me animó, sonriendo con ojos traviesos mientras recorría las calles hacía la posada del señor Roth y su esposa, la campeñana y cariñosa Eva, amiga de mi madre, me dije a mí misma que podía ser divertido jugar como jugaba con mi amor de infancia a descubrir el amor.
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Estaba solo. Les había concedido algo de tiempo libre a Isabella y aunque al principio se negó a dejarme en la habitación solo y poco iluminado, acabó aceptando salir con Bricus cuando insistí en que se fuese con estas palabras:
-Isabella, ve y pasa un buen rato, ahora no preciso de tu compañia. -
-Pero... -
-¡Es una orden! -Termine por imponerle.
Ella abandonaría la habitación arrastrando los pies, sus pasos no parecían alejarse tán rapido como otras veces. No necesite ver su rostro para saber que sus labios estarían apretado y sus ojos caidos haciendo visible su desacuerdo, ella no simpatizaba mucho con Bricus pero cuando se lo imponía, obedecía y permanecía junto a él sin decir palabra. A veces prefería permanecer solo, sin gente con la que fingir una sonrisa o con gente que no lograba entenderme aunque se esforzase. Era entristecedor pero estaba tán acostumbrado a sentirme así que la soledad era como la hermana de la oscuridad y como buenas hermanas me costaba separarlas. Claro que sentado sobre la única silla que había en la habitación apoyado sobre la lisa y polvorienta superficie de la mesita de noche con la minima luz y el agradable calor que producía una vela esperaba que ese día llegase a su fin, que pronto la luna ofreciese su, sin lugar a dudas, bello rostro acompañada de muchas pequeñas lucecitas como se solía describir en las historias que me leía Isabella de vez en cuando. Cada día que pasaba allí era espera, una larga espera aunque Bricus hiciese de esa espera algo menos lento o desasogante. Suspirando pasaba mis dedos cerca de la fuente de ese calor, una mala costumbre ya que podría quemarme y pensaba en que a ningún sabio se le había ocurrido mencionar lo solitaria y cansada que podía ser la vida de alguien considerado santo por las gentes. Momentos después, cayendo en un dulce sueño, el llamar a la puerta, me espabilaría repentinamente. Separando bruscamente mi rostro de la pulida mesita, con voz forzada, diría:
-¿Quién es? Ya es tarde para favores, ¿no cree? -
Sabía que sonaría grosero pero los santos también tienen momentos en que se encuentran cansados o sin ganas de realizar milagros, pero apretando los labios con el ceño levemente fruncido, me levanté y camine hacía la puerta con una mano extendida, poco a poco ganaba seguridad y conocía mejor la habitación con sus pocos obstaculos. La voz que me respondió era de mujer, de mujer joven y probablemente hermosa.
-No deseaba pedirle ningún favor. Sólo venía a hacerle entrega de un obsequio. -Me informó.
En ese momento caí en la cuenta, las palabras de la última persona curada aquel día llegaron a mí mente. La dueña de aquella voz debía de ser su hija. De inmediato me inundó una verguenza incomprensible, ¿qué pensaría de mí? ¿qué pensaría del llamado santo? Era un hombre hecho y derecho y empece a perder la entereza como un jovencito. Me aclaré la garganta y la invite a pasar. La cerradura emitió un click al ser accionada y el leve gruñir de la puerta fue el siguiente sonido que llegó a mis oidos.
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Era él, era el hombre que yo consideraba tán hipócrita y vanidoso como tantos otros de su cargo, puede que más, sin embargo allí frente a él observandolo de pie en una habitación tán sólo iluminada por la llama de una fina y bastante derretida vela, no me pareció ver tanta grandeza. Quizás fuese un tacaño y por eso había escogido una de las pocas habitaciones de las que disponían los señores Roth pero a lo mejor volvía a equivocarme. Lo que pude apreciar al caminar hacía la llama era que era ciego pues caminaba con un brazo levemente flexionado y la palma de esa mano extendida hacía delante. Realmente la gente tenía razón, un monje ciego de rojas ropas que podía curar toda clase de enfermedades y dolencias. En su sonrisa no me parecío ver arrogancia como en tantas otras, sino un nerviosismo y un pudor encantador. Camine hacía él sin saber cómo actuar, automaticamente como un titere sosteniendo la larga capa que madre había ido tejiendo y decidió finalizar para él, para su santo sanador. Su tunica era tán roja como mi vestido bajo la capa de oscuro color que lo ocultaba. Se sentaría sobre la vieja silla de madera pero no como lo haría un joven, más bien como lo haría un hombre más maduro y cansado. "Qué tipo más extraño eres, Monje rojo" pensé parada a su lado con los ojos fijos en su rostro. Las palabras que brotaron de sus labios me despejaron, retomando el motivo de esa visita no tán deseada de hacer.
-Bueno si tán sólo se trata de eso, puedes dejarlo en la mesita y marcharte. Me figuro que esto no formaba parte de tus planes. -Me indicó con voz suave.
Por cortesía negué rotundamente lo que había deducido pero mi verdadero yo se moría de ganas de soltar una confirmación sárcastica e hiriente. Estaba jugando a ser la dama que todos mis conocidos deseaban que fuera pero me dió la impresión de que no era la única que se moría por mostrarse tál y cómo era. Cogiendo con cierto atrevimiento sus manos, extendí sobre ellas la capa doblaba y dije, haciendo otro gran esfuerzo, por bordar mi papel:
-En nombre de mi madre y mio, le estamos muy agradecidas. Tome esta capa como muestra de nuestra gratitud. Mi madre la tejió a mano. -
Él sonrió pasando sus manos sobre el amoroso tejido y respondió:
-Muchas gracias, la cuidaré como un tesoro. -
-¡De eso nada! -Exclamaría yo dejando a un lado mi papel de niña buena. -¡Premeteme que te la pondras todos los dias! -Viendo como la dejaba en la mesita alejada de la vela.
Al ver que su sonrisa crecía me dí cuenta de que a lo mejor me había expuesto demasiado, él todavía recordaba mi actuación en la plaza. Sus palabras así lo demostraban.
-Tú voz ¡Sí! ¡Sin lugar a dudas, tú eres la osada muchacha de la plaza! ¡La que pusó en tela de juicio mi buen hacer! -Exclamaba pero para mi sorpresa sin ningún rastro de enojo. Las palabras le salían llenas de satisfacción, como si hubiese encontrado algo que ansiaba. Y alegría.
Puse una mueca de espanto que él no vió pero sacando chuleria, esa chuleria muy que a tantos gustaba y a tantos otros preocupaba, contesté jugueteando con mis cabellos:
-¡Exacto! La muchacha más odiada y envidiada del pueblo. ¡La de mala vida! -
-Fascinante... Sencillamente, fascinante... -Diría él como si me examinase atentamente. -Pero sigo sin comprender por qué una muchacha tán inteligente y seguramente hermosa vende su cuerpo en la ciudad. Ninguna muchacha debería hacer eso aunque pase apuros economicos. -Añadió volviendose su armoniosa voz apesumbrada.
Me mordí el labio inferior enrabietada. Era cierto que esa bruja de Nereida le había soltado las mismas mentiras que soltaba a todos sobre mí. Como parecía preocupado y apenado por mí, por esa situación tán tragica, respirando hondo, desplegando toda la sensualidad que logre en mi voz, caramelosa como una ramera debe de ser, trate de tranquilizarlo:
-Lo que haga o deje de hacer con mi cuerpo es cosa mía, nunca me he visto obligada a eso, si lo ofrezco es porque yo así lo decido. -
Mientras le iba exponiendo mis libertinas e inmorales ideas fuí desprendiendome de la capa, que caería al suelo al desatar los gruesos cordones que la mantenían sobre mi, revelando mi otro vestido como si muy simbolicamente me hubiese desprendido de ese yo falso, creado para complacer a mi madre y acallar rumores que no serían acallados nunca.
-Advierto en tus palabras que a diferencia de tantas otras, no te sientes nada avergonzada... Qué extraño, creo que eres la primera que conozco que se enorgullece de ello. -Pensaría en voz alta con gesto reflexivo, sujetandose el mentón con una mano cerrada mientras la otra sostenía ese codo bajo la manga de su tunica roja. Como en ningún momento ni sus gestos ni su voz o palabras despedían enojo o severidad ante las cosas que le iba revelando de mí, de mi yo más pícaro, continue actuando como no podía actuar ante ningún hombre o joven, fascinandole cada vez más.
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Estaba siendo excesivamente curioso y ella demasiado atrevida. Había algo en ella que me gustaba, me gustaba mucho. ¿Eran sus palabras? ¿El modo en que las iba haciendo salir? o ¿era sería su perfume? Había algo en ella que despertaba el deseo de tenerla muy cerca y tocarla, tocarla como un hombre. Qué monje más perverso, qué santo más falso, yo que debía desenvolverme sin vacilar, sin llenar mi mente de esa clase de deseos, egoistas y mundanos, pensaba más como un hombre joven que como un sabio o como el santo que tanto decían que era. Sólo quería sentirme amado, amado como un hombre no como una deidad o una criatura sagrada. Así que ya que ella se comportaba como toda una mujer, yo también empece a comportarme como un hombre.
-¿Sabes? No creo que sea cierto que vayas a la ciudad a prostituirte libremente pero sí empiezo a creer que te gusta seducir a los hombres del pueblo. -Le dije adoptando una voz calmada, elegante y tán pretenciosa como la suya. -¿No te parece bastante sucio que tienes que seducir a un monje de mi prestigio también? -
La risilla que salió de sus labios fue justo la que imaginé que saldría, tentadora y ardiente como un dragón hembra en celo, se aproximaría lenta y sensualmente hacía mí agachandose un poco, de modo que nuestros rostros quedasen a una altura igualada y nuestras narices muy cerca, casi rozandose, con dos largos y ondulados mechones de su sedoso y bien cuidado cabello cayendo sobre su rostro sin llegar a tapar del todo sus ojos, mejillas, nariz o boca, admitiría con voz traviesa:
-Pues yo acabo de darme cuenta de cómo es realmente el Monje rojo y no me parece nada blasfemo. -
Quise besarla como besan los heroes a sus damas en las leyendas populares, como besa un apasionado y valiente caballero a su hermosa y tanto tiempo desea princesa. ¿De verdad era capaz de ver al hombre? Todos veían en mí o un santo o una aberración. Retirandole los largos mechones con los dedos de ambas manos lance la indirecta más directa que ningún hombre le había lanzado en su joven vida:
-Eso está bien, asi ninguno ira al abismo. -
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Aquello empezaba a ir más lejos de lo que en principio me imagine. Él parecía dispuesto a tomarme en vez de apartarse avergonzado como solía hacer mi jovencísimo amado. Por un momento me sentí turbada, si llegamos hasta el final, ¿qué sería de mí? Ya no era una cuestión moral o de pudor, era una cuestión biologica. Me quedaría preñada y eso no sería fácil de ocultar, las mujeres jovenes son más fertiles que las mujeres de más edad. Sus largos y claros dedos se entremetian entre mis cabellos mientras esperaba mi siguiente movimiento, sonriendo porque por mucho desagrado que causase a mi madre el embarazo y aunque fuese abandonada, la futura vida que surgiría de nuestra unión carnal podría ser un maravilloso motivo para arruinar el desposamiento, me lance como quien se lanza a un profundo y oscuro agujero, a realizar la siguiente jugada, con valentía recreandome en la diversión que me producía obligar a mi timido y primer amante que pasara sus temblorosas manos sobre mi cuerpo, sujete las suaves y bonitas manos del Monje rojo diciendole:
-Sea lo que Ceiphied quiera. -
Y procedí a ayudarle a tener una idea más clara de como era sentandome frente a él. El modo en que fue palpaldo el mi piel bajo el tejido de similar suavidad que el de su tunica no tendría nada que ver con el torpe deslizar de dedos que empleaba mi primer amor y primer amante. Sus besos tampoco tendrían nada que ver. A medida que la cosa iba tomando latitudes calientísimas comence a pensar que algunos hombres deberían ser como ciegos a la hora de amar a una mujer.
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Me sentía como un niño que abre el regalo que tanto ha esperado a abrir. Ya el mero hecho de poder tocar su rostro y sus cabellos era como estar en el paraiso, me gustaba mucho sus cabellos, acariciar sus largos mechones, enredar mis dedos entre los cabellos que los componían, me traían recuerdos de los pocos momentos felices que viví de niño, además eran tan largos, parecían interminables a sobre su espalda. ¡Oh! Pero el roce de su piel, la tersura de la piel de su frente o de sus mejillas, sin una sola arruga aún, desprendiendo una juventud que la hacía muy deseada acompañada de ese caracter indomito y liberal que ni las muchachas más ricas de las ciudades podrían hacer gala. Una suavidad con la que sólo puede rivalizar la de sus labios, labios que se humedecen como deseosos de tocar los mios pero no les concederé ese privilegio tán inmediatamente. Quería hacerme una idea más solida de como era ella, cada vez que se volteaba para mirarme, frente a frente, en vez de arrearle uno de los contundentes golpes que arremeten muchos hombres, le sonreía y volvía a colocarla como yo consideraba oportuno. Toda ella olía a bosque, como si no fuese una vulgar muchachita de pueblo sino una hada o una criatura del bosque, aspiraba con fuerza ese perfume que contaminaba y edulcoraba el aire que llegaba a mis pulmones, mi corazón se aceleró al pasar mis dedos guiado por ella por la primera zona muy femenina e intima de su curvilineo cuerpo, ella debió de ver como mis mejillas ganaban color pues dejando escapar una risotada, me confirmó lo percibido.
-No llevo ropa interior bajo el vestido. Espero que eso no os haya desconcertado, Monje rojo. -
-No me extraña que tengas tán mala fama. -Le comenté yo disimulando el corte.
Me obligaría a detenerme en esa zona, a acariciar e incluso a estrujar levemente sus redondeados y firmes pechos bajo la teja del vestido, mi respiración se volvía irregular a medida que me conducía más abajo, pasando por su vientre hasta detener mis manos en la zona aún más intima y prohibida de su cuerpo. "Bueno, no creo que sea un terreno virgen" me dije a mí mismo pensando que muchos otros ya lo habría acariciado, lamido o penetrado con sus dedos o con sus sexos. A traves del tejido, presionando los dedos, se podía sentir el tupido vello pubico, como una alfombrilla que ocultase el tesoro que ella me brindaba descubrir. ¿Cúantas monedas de oro tendría que pagar un hombre si era descubierto tocando esa zona? Estaba seguro de que sería un precio que ni un rey podría pagar pero estaba mereciendo la pena.
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Lo tenía loco de placer y eso me excitaba a la vez que preocupaba. Todo mi cuerpo deseaba con mayor ansiedad que sus labios lo recorriesen con la misma intensidad y lentitud que lo habían hecho sus dedos pero habría que despojarse de la tela que era la única barrera entre él y yo pero eso, eso le costaría realizar algo para mí placer, mis ojos también deseaban recorrer su cuerpo y desvelar asombrados cúan atractivo podía ser. Apartando sus manos de la zona inferior de mi vientre, en la cúal ya emanaba los pelos que surgen en la adolescencia junto con la primera sangre y el crecimiento de los senos, me alejaría un poco de él para tomando la vela entre mis manos frente a él exigir lo que llegado ese punto exigía maliciosamente a mi joven amado, el cúal se marchaba con el rostro enrojecido, para acabar siendo encontrado por mí calmando sus deseos con el agua bien fria de un rio.
-Ahora que ya te has hecho una idea más clara de cómo soy, es tú turno, despojate de esas tunicas de santo y muestrame al hombre. -Le propusé escogiendo las palabras que creí serían más adecuadas. Palabras llenas de dobles sentidos. Palabras que surgían de mis labios casi sin pensar, como poseida por el juego de seducción al que jugaba con mayor destreza.
Él no dijo nada, aún sentado mientras se frotaba las manos con el rostro un poco girado, pareció adoptar una expresión de indicisión, arrugando la frente y manteniendo los labios muy cerrados. Pasaría un ratito antes de que chascase la lengua y poniendose en pie se dispusiese a despojarse de su tunica de fuerte tonalidad roja. Me quedé sin habla. Su cuerpo no tenía nada que ver con el cuerpo que muchos monjes poseían, flaco o desgarbado, parecía más propio de un caballero o de un bandido, de alguien que ha realizado mucho ejercicio fisico a lo largo de su niñez y adolescencia. Su torso, la parte al descubierto era fibroso y esbelto, muy masculino pero el modo en que mantenía su cabeza gacha con una mano sobre la otra, me haría sospechar que no se sentía muy orgulloso de su fisíco. Era ciego, por lo que nunca se habría podido ver al acercarse a un espejo, por lo que sólo tendría una imagen de si mismo elaborada a partir de lo que la gente de su alrededor le hubiese dicho. Los pantalones que aún llevaba no eran tán elegantes ni de tán buena calidad como la tunica pero también tenían un color rojizo muy marcado. Toda su piel era muy clara y no había rastro de cicatrices o suciedad. Todo en él parecía muy puro. Me humedecí los labios y dejando la vela en la mesita de madera con cuidado de no quemar el obsequio que mi madre había realizado para él, me acerqué a él. Fundiendonos en un beso, permitiría que sus manos rodeasen mis caderas y fuesen tirando del improvisado cinturón hecho a partir de cintas doradas de tamaño mediano para que el vestido cayese dejando al aire todo mi cuerpo. Listo para llegar a la última parte de ese juego en el que nos habíamos volcado como dos espadachines enfrentados hasta no quedar ninguno en pie.
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¿Fue ese beso humedo, largo y apasionado que nos dimos lo que acabaría por avivar sin oportunidad de recapacitar y mandarla de vuelta a casa ese deseo palpitante en mí que acaloraba y me dominaba como el fuego? Cassio, conocido en cualquier zona roja de todas las ciudades de todos los reinos, opinaba que las fulanas sabían enloquecer mejor a un hombre que muchas esposas, que en las casas de placer se les enseñaba a despertar toda su sensualidad y belleza para complacer a toda clase de hombres. Si era una muchacha de bien, de familia humilde pero buena, ¿cómo era posible que supiese besar y ofrecerse tán bien? En ningún relato o leyenda amorosa lo describen con tanta fogosidad, los sacerdotes obligan a moderar esas narraciones. Iriamos hacía el lecho, el estrecho y limitado lecho y en él dariamos rienda suelta a este deseo que crecía tornandose algo más que deseo. Piel contra piel, con su larga cabellera extendida, respirabamos profundamente, yo para serenar los nervior, ella ¿impaciente o sencillamente embriagada por el placer de tener rendido a sus pies? Nos besabamos y cada vez que mis labios tocaban los suyos la sensación que me producía su humeda suavidad era afrodisiaca, sostenía entre mis manos su rostro, ella se revolvía lentamente, extendiendo sus brazos produciendo un sonido casi insospechado para cualquier otro, respirando e inspirando sincronizada con el bum bum de nuestros corazones. "¿Cómo es posible que pueda haber tanto fuego en una dama tán joven?" pensaba maravillado, preocupado y totalmente cautivado al volver a pasar mis dedos por su cuerpo ya desnudo, sintiendo su piel entre mis yemas y como temblaba al instantaneo roce.
No pude evitar exclamar a viva voz todo lo que se me venía a la cabeza, como un borracho muy, muy bebido. A lo mejor el extasis es eso que te impulsa a hacer eso y más.
-Tu piel es extremadamente suave, ¿cómo lo haces? -Querría saber, necesitaba saber.
Ella se reía, una risa que era como música para mis oidos pero no decía palabra.
-Tus cabellos, tán largos y tán ondulados, parecen cascadas de agua dulce pero eso ya lo habrás oido antes. -Le comentaba cada vez que pasaba mis dedos por sus cabellos.
Ella reía y reía entre suspiro y suspiro, que sonido más agradable era.
Mis manos descendían posandose en sus senos pero mi boca le empezaba a prodigar suaves y continuados besos por su cuello, que se alargaba o encogía al contacto de cada uno de ellos. Pasando mis dedos una y otra vez me convencía con deleite de que eran los senos más perfectos y sanos que jamás había tocado. Sin una sola protuberancia peligrosa, sin aplanarse, eran como a los hombres les gustan. Firmes y para nada caidos o fofos. Me gustaba tocarlos, tocarlos y sentir placer al hacerlo, deteniendome y recreandome. Siendo muy sincero, todo en ella me gustaba y me pasaría horas y horas así, sobre ella, recorriendola una y mil veces, lenta y concienzudamente.
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¡Ceiphied! ¡Qué gran placer me hacía sentir cada vez que me tocaba! Sus dedos no eran tán torpes como en un principio me imagine y tampoco bruscos. Que quisiese tocarme y tocarme no era para nada aburrido o irritante, es más, me humedecía pensando en que si era tán diestro al tocarme por arriba, sería el doble de diestro al tocarme más abajo. No pude controlar los ruiditos de mi boca y los contenidos suspiros se volvieron jadeos. Su boca también era bastante diestra, más de lo que una podía suponer viendo de un monje. ¡Monje rojo deja de fingir ser un santo, deja los habitos y se mi esposo! Sin embargo no era de los que dijesen vulgaridades, era un poco extraño, me adulaba pero de un modo muy de enciclopedia. Fue que haciendo un esfuerzo, le solté:
-¡No soy tu paciente, soy tu amante! ¿O esque nunca has tocado a una mujer sin examinarla como un curandero? -
-Me temo que esta es la primera vez que lo hago como un hombre, lamento haberos ofendido. -Admitió disculpandose él. En su voz se notaba tanta verguenza que casi temí haberle humillado. Madre dice que a veces mi lengua es demasiado afilada y eso podría disgustar a mi futuro esposo. Para mi sorpresa y deleite, no se marcharía con el orgullo herido. Su boca se concentró en lo que debía concentrarse tanto sus manos como su lengua descendieron otro poco por mi lujurioso cuerpo. Iría comprendiendo el motivo por el que una buena muchacha no debía de mantener esta clase de contactos con hombres hasta desposarse, una vez lo pruebas no querrías dejarlo. Al girar los ojos veía como la llama de anaranjados tonos había consumido practicamente media vela de goteante cera. La oscuridad pronto acaería sobre nosotros pero aquella noche a ninguno nos daría tanto temor. Estaba siendo tán amable al proporcionarme tantísimo placer que se me ocurrió satisfacerle, como sólo satisfacen las rameras a sus clientes y por eso son más requeridas que cualquier esposa, pero él, él lo rechazó. ¡Rechazó que le besase su sexo!
-Te agradezco la indecente sugerencia pero lo que más me complace es tocarte. -Dijo con voz tán sofocada como la mia. A lo que yo repliqué:
-Monje rojo, Ud no es como los demás hombre... ¡Y me encanta! -
Eso pareció agradarle muchisímo pues me pareció que sonreía con una sonrisa radiante, de las que no se pueden fingir. Cuando sus labios y lengua llegaron a mi estomago y lo lamieron, me retorcí soltando una carcajada, era una de esas zonas en las que tenía más cosquillas, mi madre me hacía infames pedorretas cuando era muy pequeña y obviamente eso ha ayudado a sensibilizar esa zona. En aquel momento fuí yo la que se ruborizó intensamente mientras me tapaba la boca con las manos.
-¿Me besaras ahí abajo? -Pregunté maliciosa y deseosa de escuchar su respuesta al rato de lograr someter las ganas de reir. Como se detuvo, continue hablando. -Si, es parecido a lo que yo te he ofrecido. Los hombres no lo hacen pero les da gran placer contemplar a una fulana hacerselo a otra. -
-¿C-Cómo puedes saber esas cosas? -Preguntaría él. En aquel momento me daría la impresión de que yo era la adulta y el, el jovencito. -Esos actos están prohibidos y son castigados con la muerte. -Me informó con voz preocupada.
-Mi señor gusta de ir más allá de lo permitido. -Dije con vocecilla y sonrisa sarcástica.
En cuantas ocasiones algunos de los señores a los que servia de criada en largas noches en que sus devotas esposas marchaban lejos de la ciudad por cualquier motivo, esos que debían de ser sus dedicados esposos valiendose de esas largas ausencias hacían llamar a sus fulanas favoritas y deshonraban su sagrada promesa ante Ceiphied y sus cuatro deidades. Yo lo sabía pues yo a veces terminaba tán tarde que al irme las veía adentrarse sin verguenza ni decoro hacía la habitación conyugal. Para verme obligada a aguantar semejante actitud por parte del que sería mi esposo, prefería mil veces ser la ardiente ramera. Él no dijo nada, retomaría lo que tanto le complacía. Al pasar sus dedos por el vello pubico que rodeaba mi humedo sexo, sé que pudo notar cúan humedo estaba, sus dedos se impregnaron de esa sustancia que empapaba los cortos y revueltos cabellos castaño rojizos.
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Fue ironico, luego muy violento, descubrir al recorrer bajando hacía donde debía estar su sexo mis dedos recubiertos de aquella sustancia que producía su propio sexo que éste no se abriría con facilidad para mí. Sus labios estaban aún cerrados como a la espera de su futuro esposo. Hubiese estado bien verlo como un indicativo de que el juego ya había ido demasiado lejos y había que darle un final adecuado pero no, yo hervía de curiosidad y deseo. Muchas mujeres y mujercuelas llegan a los hospicios llevando consigo serias enfermedades de transmisión sexual como una que provoca que en sus sexos aparezcan, en palabras de la propia Isabella, feas heridas y en casos muy avanzados, heridas cuyo denominación más correcta debería ser ulcera, que sí puedo palpar pues aparecen en la espalda o en los brazos y piernas. Las mujeres no temen deshacerse de sus ropas interiores para que las examine ahí abajo pero para mí presenta una situación muy incomoda, generalmente pidó a Isabella, que también es mujer, que las examine y me las describa. No hay nada erotico ni placentero en ello pero es lo más cerca que he estado de conocer esa parte tán secreta de una mujer.
-Por curiosidad, sólo por curiosidad, ¿probable que aún seas una joven casta? -Quisé confirmar, me movía en un terreno del que sólo había oido hablar.
Ella rió maliciosamente y respondió:
-Es que me reservaba para Ud. -
No parecía muy asustada que dijesemos, todo lo contrario, parecía divertirle mi descubrimiento. Me debatía entre lo correcto y el placer cuando ella se apretaría contra mí diciendo:
-¿Te vas a acobardar ahora? Todos los muchachos se acobardan llegados este punto. -
Me estaba retando de nuevo, se le daba muy bien ponerme entre las cuerdas pero tenía razón, si habiamos llegado hasta ese punto, ¿por qué no ir más allá? ¿Habría otra oportunidad como esa? Cassio decía tumbado boca arriba entre jadeo y jadeo agitando su pequeña cintura al compás de la de su fulana favorita que si una mujer se ofrece libremente a tí, tú, como hombre, debes tomarla, no sería de hombres rechazarla. Para ser confundido con un chiquillo hablaba como todo un hombre. Sonreí y dije:
-Que sea lo que Ceiphied quiera. -
¿No hubiese sido una pena desperdiciar todo ese fuego que nos envolvía? Dormir en caliente de vez en cuando no tiene por qué ser pecaminoso. Además recordé con rabia, tú jamás serás uno de ellos verdaderamente mientras iba intentando traspasar sus labios cerrados con algunos dedos. Los grititos que soltaría al principio me frenarían, ¿le producíría dolor? Un sonido humedo me señalaría que se estaban abriendo, poco a poco. Su interior era extraño, con partes rugosas y otras más lisas, todas empapadas de esa sustancia que se volvía más pegajosa. Algo al ser tocado pareció crecer como si estuviese vivo, aquello me superaba, aparte la mano y los grititos de la muchacha perdieron fuerza, volviendo a ser un fluir de suspiros o jadeos. Me asombró su reacción al introducir unos meros dedos, mi ritmo cardiaco se desbocaría al imaginar entonces cúan agudos y sonoros serían esos indicios de puro placer al adentrarme en ella y mi cuerpo adquiriría un calor arroyador, como si estuviesemos en el día más caluroso del verano, ¿Sentiría ella también ese acaloramiento? Al sentir sus dedos agarrar y deslizar los cordones del usado pantalón que aún llevaba puesto fui consciente de que me había visto empezar a deshacer los nudos que entrelazaban la prenda ocultando mi sexo.
-Wuauu -Murmuraría con voz entrecortada. -¿Realmente vas a mancillarme? Eres un monje muy perverso. -Había satisfacción en su tono de voz aunque sus palabras pudiesen hacerte sentir muy miserable.
-Claro, alguien tiene que enseñarte lo que sucede cuando juegas con fuego. -Le respondí yo ganando aplomo, deseando casi dolorosamente unirme a ella carnalmente sin más preambulos. Ella me ayudaría a retirarme un poco de ella para que así ella pudiese abrirse de piernas facilitando lo que sucedería al instante siguiente. Bajo mi cuerpo podía percibir como ella también se movía, sus caderas se agitaban acompasadas con las mias. Nuestras respiraciones y corazones parecían batirse en un duelo, como si intentasen superar al otro y nuestras voces eran... Bueno, creo que jamás he alzado tanto la voz en mi vida. Quemamos mucha frustración pues cuanto más calor despedían nuestros cuerpos entrelazados, más nos movíamos. Cada uno sumido en su propio extásis, incapaz de pensar, disfrutando de ese cosquilleo que se extendía volviendose algo, algo tán extraordinario. Algo que muy pocos brebajes o pocimas de ingredientes poco recomendables podría superar. Se sentía bien dentro ella, tanto que ni me dí cuenta de que ella deseaba estar estar encima mio como si fuese la dominante. Supongo que si hubiese sido como los demás hombres como ella decía, me habría enojado mucho y la hubiese forzado a regresar al lugar que le correspondía como mujer pero como sólo percibí el leve pero brusco momento en que mi cabeza dió con el colchón, me era algo sin importancia. Al acercar su rostro pude notar como varios mechones caían acariciandome y sus manos apoyarse en mi pecho. Me gustaba mucho, tanto que llegué a derramarme en su interior. Sí, en pocos días, nuestro hijo iría tomando forma. Cuando ese fuego se apago y la apasión, el arrebato o lo que nos hubiese llevado tán lejos se consumió, la fria y oscura realidad me devolvió la serenidad y el juicio. Todo acto, bueno o malo, tiene consecuencias. El santo tenía que limpiar lo que el hombre había ensuciado con sus deseos animales.
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Al escuchar sumidos en la oscuridad el lamento que surgió de su boca fui plenamente consciente de que el juego había acabado pero sin un final muy adecuado. Si hubiese sido mi esposo, estoy segura de que lo que habría surgido de su boca hubiese sido un grito de alegría en vez de un grito cargado de angustia. Él se echaría todas las culpas le dijese lo que le dijese porque él era el adulto, el responsable y el considerado un santo viviente. Yo me extremecí sintiendome bastante culpable pero nunca me envolvió el miedo a ser rechazada o abandonada como tantas otras jovenes madres sin esposo, culpable de descubrir al hombre detrás del santo. Culpable porque a lo mejor era cierto que no había habido nunca perversión en su mente. En ese momento para no sentirme tán fria y aterrada como una niñita perdida en plena noche en un espeso bosque apretandome contra él, pasando una mano sobre su rostro, su hermoso rostro, humedecido por las lagrimas, le desvelaría alguna que otra cosilla de esas que no nos gusta contar a nadie porque son dolorosas o muy intimas.
-A pesar de haber elegido el complejo y exigente camino de la sabiduria, eres afortunado. -Empezaría a hablar acariciando su rostro con cariño varias veces. -Porque al menos a los hombres se os permite eligir un camino entre muchos caminos. Las mujeres son educadas para aceptar el único que se les impone por el mero hecho de ser mujeres. -
Sosteniendo mi afectuosa mano con su mano derecha, sosegandose, con un hilillo de voz me replicaría:
-Ser hombre no es tán maravilloso como crees. A las mujeres se os ponen las cosas más fáciles. -
-¿Faciles? Supongo que sí pero no hay nada de estimulante en ellas. ¡A vosotros se os enseña magía, se os enseña a montar a caballo, se os enseña a usar una espada, a escribir y leer...! De entre todas esas actividades, a nosotras, bueno sólo a las de familia noble, sólo se nos permite aprender dos, leer y escribir. -Le informé yo intentando no ponerme a gritar indignada y volverme una cria desagradable. Lo que conseguí fue que el pobre se sentiese peor, dando un pesado suspiro, me haría saber lo duro que era ser hombre, hombre y ciego.
-Tienes mucha razón, no lo niego pero dime, ¿alguna vez se te ha exigido dar más de lo que eres capaz de dar porque se supone que eres un hombre y los hombres han de ser fuertes y dominantes? El mundo de los hombres es cruel, en el de las mujeres al menos esa cruedad no va más allá de las manos. -Concluiría con una inteligentísima pregunta.
Me quede callada, me había dejado sin saber que replicarle porque tenía razón, los hombres no sólo eran duros con las mujeres eran duros con todo aquel hombre que no pudiese dar a conocer su hombría como se mandaba.
-Incluso los admirados y deseados caballeros son así... -Añadiría con gran decepción en su voz.
Entonces recordé el reto que Nereida tán encantada aceptó. La respuesta que le dió a Nereida me pareció muy vaga, poco concisa, por lo que habría sido poco sincera. Ya que había conseguido apaciguar la ansiedad del Monje rojo trás lo ocurrido, pensé y porque el hecho de que no hubiese salido corriendo ya era un buen indicativo de que era un hombre con el que una podría ser una misma en que me aclarase él mismo los motivos que le llevaban a ser tán bueno, tán santo y tán querido por las gentes.
-En estos tiempos seguir los dictamenes de la sociedad es una mierda, seas hombre o mujer... ¿Puedo hacerte una pregunta? -
-Claro, te lo permita o no, me la harás de todos modos. -Me permitió él. Su voz había vuelto a adoptar un tono tranquilo y jovial.
-Digamos que es cierto que no haces curaciones a cambio de montañas de oro como tantos otros curanderos y sacerdotes, entonces, ¿cúal es el motivo que te mueve a hacerlas? -
-¡Por Ceiphied! ¿Todavía desconfias de mí? Lo hago porque forma parte de la vida que escogí llevar. -Me respondió resoplando llevandose la mano derecha, que estaba descansando sobre la mia, a la cabeza. Poniendome sentada a su lado, insistí en saber el motivo oculto, estaba tán segura de que había uno que hasta que él no lo admitió no pare de darle la lata.
-¡Eso no te lo crees ni tú! -Exclamaría muy incredula. -¡Nadie puede ser tán bueno! ¡Ni el propio sumo sacerdote del templo principal de Seillune! -
-Si te lo digo, ¿te comportarás un poco? -Preguntó antes de darme otra respuesta con la esperanza de dejar el tema zanjado de una maldita vez. Yo se lo confirme con un energico sí. -Curar a otros me hace sentir bien, me hace sentir que puedo hacer algo... -Su voz se volvió casi inaudible. Por lo que tuve que pedirle que volviese a repetir la última parte en voz alta aunque me dió la impresión de que quizás él no sería capaz de mantener una voz tán clara y tranquila como la que había tenido hasta llegar a ese punto de la conversación. A veces sincerarse es muy dificil, pues te arriesgas a mostrar demasiado de ti mismo.
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-¿Podrías repetir la última parte? Creo que no he llegado a oirla bien. -Me pidió con su bonita voz.
Era algo dificil de decir en voz alta sin sentirme como un monstruo, temía lo que pudiese llegar a pensar de mí, del que medio mundo tenía por santo pero no tenía por qué, si había sido capaz de sacar al hombre que era, si por una noche me hizo sentir un calor más abrasador que el de cualquier llamarada o hechizo de magía negra o a partir del elemento de fuego, ¿por qué ese nudo en la garganta? ¿Por qué no era capaz de decirlo claramente? Ella tampoco era precisamente mejor que yo, es más, ella se había ganado muy mala fama en aquel pueblo y encima se enorgullecía. La admiraba y temía por ello, porque yo no me atrevía a mostrarme aún, tál y cómo me habría gustado. Nos habiamos desnudados y nos habiamos unido carnalmente, ¿qué más necesitaba para admitir que lo que yo quería era abrir los ojos y ver? Ni la fama ni la riqueza me interesaron en lo más minimo. Inspiré profundamente, me aclaré la garganta y sacando aplomo, lo dije en voz bien alta, casi girtandolo.
-Tienes razón, siempre ha habido un motivo oculto y ese motivo es sencillamente que estoy investigando una cura para mi ceguera. -
Silencio. Todo se quedó en silencio un buen rato, dejandome serio y muy tenso, como deben de sentirse los reos ante el veredicto del rey. Tragar saliva se volvió un proceso un pelín doloroso pues el nudo que se formaba fuertemente sobre mi garganta no facilitaba la acción. Mi corazón bombeaba inquieto acompañando mi respiración. Lo último que quería es que la madre del que sería pasados nueve meses mi hijo pensase que era un hipócrita como tantos otros o algo peor. Justo cuando la tensión me estaba trastornando y mi mente se llenaba de pensamientos maliciosos, su voz rompería el silencio, qué alivio sentí.
-¡S-Sabía que había un motivo oculto! -Señalaría con una voz que parecía triunfante. -Pero jamás pensé que sería para curarte a ti mismo. -Añadió con una voz entre sorprendida y avergonzada. -Lamento haberme puesto tán pesada con el tema. -Se disculparía adoptando una voz más cordial.
El rumor de las sabanas al alejarlas de su cuerpo despacio me indicaría que estaba abandonando el lecho silenciosamente. Me ví obligado a verificarlo.
-¿Te vas? -Sería todo lo que conseguiría preguntarle pero al no obtener respuesta, sólo el sonido de sus pies moviendose por la habitación, incorporandome añadí -Por favor, antes de que nuestros caminos se separen definitivamente, ¿no podrías decirme tu nombre? o ¿lo qué haras con el bebé? -
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Con el vestido encontrado, poniendomelo tán deprisa como los dedos me permitían, escuchar esas preguntas, esas dos preguntas, sería como recibir dos flechazos directos al corazón. Cuanto antes me fuese mejor, el prosiguiría con su viaje y yo, yo tendría una excusa para librarme del desposamiento tán indeseado que se celebraría dentro de poco pues si el que iba a ser mi esposo me veía con el niño de otro entre mis brazos, de seguro, lo cancelaría. Como todo en la vida trae consecuencias, el niño que surgiría de mis entrañas sería el mejor recuerdo de aquella noche y del Monje rojo. Mordiendome el labio inferior hasta hacerme sangre, me detuve por dónde deduje estaría la oscura y gruesa capa que ocultaba mi sensual vestido de apasionado rojo. Él no cesaba de suplicar saber por lo menos mi nombre. Con la picardia y la misma malicia que me había llevado a entregarme totalmente a él, como una mujer debe hacer para su futuro esposo, le dí esta contestación antes de dirigirme a la puerta. Con toda la chuleria de la que pude hacer gala.
-Mi nombre es el nombre que a Ud más le guste. -
-¡Eso no me vale! Yo deseo escuchar tu nombre, el nombre que fue escogido por tus padres para tí. -Me espetó caminando hacía mí, al principio me sobresalte pero se me pasaría pronto, al posar sus manos sobre mis brazos. -Yo he sido sincero contigo cuando quisiste saber los motivos que me movian a actuar como un santo. Ahora te toca a ti. -
Tenía razón y dicho del modo en que lo dijo, hubiese quedado como una cobarde y yo podía ser muchas cosas malas pero nunca sería una cobarde. Desviando la mirada, sin atisbar gran cosa porque la cera de la vela había sido derretida hasta el último trocito por una llama pequeña pero imperturbable, le dí el nombre que le pensaba poner al bebe si era niña.
-Orianna. ¿Puedo irme? -
Sus manos se alejaron de mis brazos y finalmente pude irme. El último sonido que dejaría trás de mi sería el de la cerradura siendo accionada. Si llame Tessaurus a mi hijo mayor fue porque para mí siempre fue un gran tesoro, el mejor tesoro que pudó el Monje rojo hacerme entrega, el único hombre con el que comportarme como una igual no era un insulto o una provocación sino algo que me hacía el doble de valiosa. El único hombre por el cúal llore y el único hombre por el cúal rece, al principio enojada porque acabe enamorandome como una tonta pero luego agradecida y comprensiva. ¿Me recordaría? ¿Sería yo como una luz? Yo, entre juegos y provocaciones, le entregue una luz que no pudo ver pero si sentir. Tán calida que le apartaría unos cuantos meses de su desesperada busqueda hacía una luz que sí pudiese ver. Probablemente fue eso lo que le llevó a aferrarse más a esa busqueda, el tener que hacer entrega a otro de esa calida luz que fuí. Al llegar a casa, madre dormía como un tronco, me desenvolví por las habitaciones sigilosa como un espectro hasta llegar a mi dormitorio. Allí sería que me derrumbaría como él se derrumbó todavía junto a mí.
-¡He jodido la vida al mejor hombre que he tenido la oportunidad de conocer! -Exclamaría cerrando la puerta con llave antes de correr y tirarme todo lo larga que era sobre mi cama con un incesante salir de lagrimas que empaparon el almohadón sobre el cúal apoyé mi rostro. -¡Si se enteran, todas sus buenas obras no serviran de nada. Siempre será visto como un putero! ¡Porque no hay manera de convencer a estos idiotas que no soy una mujerzuela! -
Llore hasta caer dormida.
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Aquella noche o lo que quedase de ella, no dormiría muy bien. Las mismas pesadillas que me han perseguido toda la vida me desvelarían varias veces. Qué ingenuo era pensar por mi parte que podría disfrutar como un hombre de una mujer sin futuras consecuencias, consecuencias que tendrían brazos, piernas, cabezacitas, que crecerían conociendome como el Monje rojo no como si fuese su padre y que jamás sería capaz de ver. Yo no era como los demás, yo no era el cansado pero victorioso dragón, yo era la otra criatura, el demonio que se negaba a ser derrotado, a abandonar un mundo que era tán suyo como del dragón. Volvía a despertarme dolorido, tembloroso y sin merecer las pocas cosas buenas que me ocurrían. Claro que a diferencia de otros monjes o sacerdotes de dudosa reputación yo me negué a irme sin más, Orianna no cargaría con nuestro hijo sola. Sentado en la oscuridad me concentre en encontrar una solución con la que ninguno quedase mal parado.
-He decido retrasar la partida un poco más. -Informe a mis aprendices y ayudantes en cuanto nos juntamos para desayunar. A Bricus no le importó tanto como a Isabella, pues dijo:
-Lo que tú digas, a mi me da igual. -
-¡¿Y eso a qué se debe?! -Exigiría saber a gritos Isabella sin embargo, disgustada golpeando la mesa al posar sus manos tán drasticamente. Entonces la preocupación y la sospecha la poseyeron. -¡¿No será por lo de esa muchacha?! ¡La que intento seducirte! -
-¡¿Qué?! -Me alarmaría sintiendome descubierto -¡Claro que no! Yo, yo es que deje a muchos aldeanos sin tratar. -Me defendí tragandome la verguenza. ¿Qué pensarían ellos de mí, de su maestro y única guia moral? Conociendo a Bricus, a lo mejor, empezaría a verme como un igual pero conociendo a Isabella, me lo recriminaría todo lo que durase nuestro camino en común. Ella, a veces, era más como una madre o hermana mayor que una aprendiz o ayudante. Lo cúal era de agradecer pero no siempre.
-Maestro Rezo, esta vida que has elegido llevar algún día acabará contigo. -Me transmitió Bricus cogiendo un trozo de pan que untar de miel, mantequilla o mermelada. El cuchillo hacía un ruido aspero al restregarse contra la miga. ¡Mi pobre Bricus! Qué acertado estuvo. Al acabar de engullir todo lo que pudieron y más, haría que Isabella llamase a las gentes que aún necesitasen de mis servicios. A Bricus le solicité que me acompañase hacía la plaza. El terreno en que se asentaba ese pueblo era bastante liso sí pero había tantas piedras y algún que otro pequeño desnivel.
-Deberías usar el bacúlo de mi padre, yo no lo necesito. -Me ofrecía en alguna que otra ocasión pero yo, yo no me acababa de sentir digno de tál honor. El padre de Bricus fue un sumo sacerdote, por lo que poseyó un hermoso bacúlo como todo sumo sacerdote debía llevar. Yo negaba con la cabeza y me agarraba a él diciendole:
-Contigo tengo más que suficiente. -
Él soltaba una risita aniñada. Al llegar, un buen grupo de aldeanos e Isabella nos estarían esperando deseosos. Estaba bien que se mostrasen tán respetuosos y maravillados pero a veces algunas de sus reacciones me parecían tán desmedidas. Muchos me obsequiaban las cosas que consideraban más valiosas que pudiesen poseer y yo, para no herir sus sentimientos, las aceptaba forzosamente. La naturaleza humana es extraña, cuando eres un don nadie, nadie te ofrece nada, ni se te acercan pero cuando puedes realizar cosas que ellos consideran extraordinarias, te envuelven de amor y presentes. Fue un acontecimiento bastante calmado, aunque me esforce por distinguir y encontrar esperanzado a Orianna entre las muchachas que habían ido con sus familiares enfermos, no había manera de identificarla entre el tantas voces. ¿Me estaba evitando o al haber sido tratada ya su madre no consideraría oportuno presentarse de nuevo? Deseaba compartir con ella lo que había ideado para ella y el bebé.
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Cuando abrí los ojos, madre me miraba con desaprobación.
-¿Qué haces todavía en la cama? Anda, corre y ve a traer un poco de agua del pozo. -Me recomendaría aunque sin suavizar su voz regañón.
Sentandome fijando la vista en la muchacha que me miraba desde el otro lado del espejo, retocandome un poco el pelo pensé "bonita manera de volver al día a día", luego me cambié de ropa frente al espejo, cambié la ciara roja por la pañueleta de siempre recogiendo mis largos y provocativos cabellos dentro y salí a cumplir con la orden de madre. Recorrer la plaza sin sentir locos deseos de gritar cualquier cosa escandalosa que provocase que el Monje rojo riese avergonzado o que su rostro adoptase una expresión de perplejidad no fue fácil pues me moría de ganas pero debía hacerme a la idea de que él y yo nunca seriamos un todo porque las gentes no nos lo permitirían. La vida real no tiene nada que ver con como se cuenta en las leyendas, canciones o cuentos. Cuando gentes de otros poblaciones cercanas supieron de la prolongación de la estancia del Monje rojo, nuestra aldea comenzó a ganar a ganar el número de visitantes. El lugar se volvió más vivo que en ningún otro acontecimiento como ferias o fiestas populares. Me gustaba ver como rechazaba de igual modo que rechazó el regalo de mi madre los presentes de las gentes, obligando a estas a insistir. Era verdad que fue sincero como con nadie había sido aquella noche, eso, para mí, lo convertía en un autentico hombre. De pie junto al pozo vería a algunas muchachas pero para mi alegria y alivio, entre ellas no estaría Nereida. Las muchachas hablaban de lo afortunados que eramos todos en el pueblo de que el Monje rojo hubiese aplazado su marcha.
-Oye, ¿tú por qué crees que ha tomado esa decisión? -Se aventuró a preguntarme una de ellas. -Parecía muy decidido a irse hace un mes. -
-No sé. -Mentí y añadí -A lo mejor es que es de los pocos hombres que cumplen con sus promesas. -
-¡¿Verdad que sí?! ¡Los hombres buenos siempre las cumplen! -Exclamó Claire contenta de que por fin hubiese admitido que era un buen hombre. De repente su rostro se ensombreció. -¿Crees que querrá curar a mí hermana? Nadie ha querido ni siquiera visitarla porque dicen que no tiene solución. -
-Claro. -Le garantice pasandole la mano por la espalda con afecto. -¿No estabamos hablando de lo bueno que es? -
Su hermana mayor llevaba años metida en un hospicio junto con otros como ella porque padecía un enfermedad de la que todo el mundo pensaba era muy infecciosa. A la pobre le colocaron cascabelillos y sólo le permitieron ponerse una manta, todas sus ropas fueron quemadas. Se me echó a llorar y eran tales sus sollozos y chillidos que apenas pude entender el gracias que salió de sus labios entre tanto llanto. Cogiendola de la mano la lleve hasta dónde el Monje rojo estaría, con él habían dos jovenes, una muchacha y un chico tán pelirrojo y de mirada tán traviesa que parecía un duende en vez de un humano. El Monje rojo estaba sentado en una silla de madera frente al señor Roth, quien se había ido a sentar en un cascado taburete. Ambos parecían mantener una animada conversación. Sería el señor Roth el primero en levantarse al verme llegar con la introvertida Claire detrás.
-¡Qué me cuelguen! ¿Se puede saber a qué vienes tú ahora? -Preguntaría mordisqueando el palillo que iba de un lado a otro entre sus dientes amarillentos.
-¿Yo? -Me hice la ofendida poniendome una mano sobre donde estaba mi corazón. -Yo a nada pero Claire si ha venido a por algo importante. -
El receloso señor Roth me miraría con un ojo entrecerrado mientras yo dejaba allí a Claire y me marchaba contoneandome con picardía. El señor Roth mascullaría:
-Alguien debería ponerle algo de disciplina a esa muchachita. Eso es lo que pasa cuando una joven se cria sin un padre, Monje rojo. -Le comentó al Monje rojo.
Aunque el señor Roth decía esas cosas, tán responsables y paternales, sentía el mismo deseo que otros hombres del pueblo hacía mí y fantaseaba con verme desnuda y a su entera disposición, lo que a mis ojos lo convertía en otro tipo al que provocar. El monje rojo curó y enseñó a la madre y a la propia Claire a tratar a su hermana en caso de que ese enfermedad pasase de curable a tratable. Me alegre muchísimo por ellas pero a medida que pasaban los días yo me enfrentaba a los sintomas que toda mujer o joven embarazada debe soportar. Nauseas, cansancio y una gordura que ocultar. Me las ingenie para que nadie se enterase pasando el mayor tiempo posible en casa de Claire, la cúal me acogió encantada, o en los rincones menos frecuentados del pueblo acompañada de un cubo, un libro y un grueso chambergo hasta que un día el Monje rojo me encontró.
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-¿Por qué demonios haces esto tán dificil? -Le pregunté ayudandola a ponerse en pie. Estaba tán embarazada que le costaba, su estomago se había hinchado adqueriendo una prominente forma ovalada como una pelota. -No dejare que te manden a un hospicio como mandan a tantas otras mujeres embarazadas sin esposo, mi hijo y tu tendreis una vida digna. -Añadí con voz firme y disgustada.
-¡¿Pero qué será de tí?! ¡Todo por lo que has trabajado tán duramente se irá a la mierda! ¡¿O es que no sabes que los monjes no pueden tener familia como algunos sacerdotes?! -Se me echó a llorar ella golpeandome con los puños en el pecho. Fue en ese momento que la niña que todavía era salió entre desesperados y agudos gritos y lagrimones que empapaban el cuello de mi tunica.
-Orianna, calmate y escuchame. -Le pedí pero tendría que repetirlo varias veces agarrando sus puños. -Ya sé que los monjes no pueden casarse pero tú sí, ¿O me negarás que tu madre no había preparado un desposamiento para tí? -
Entre hipidos e irregulares respiraciones, asentiría, los mechones que no estaban ocultos trás la pañueleta se moverían suavemente produciendo un sonido similar al soplar de la primera brisa de la mañana. Secandole las últimas lagrimas que saldrían de sus, estoy seguro, preciosos ojos con algunos dedos de mi mano izquierda, continue explicandole lo que había ido ideando durante aquellos dos o tres meses. Ella iría recobrando la calma poco a poco sin decir ni mu. Ella se esmeró mucho en descubrir cúal sería su futuro esposo durante el tiempo que el embarazo continuaba su desarrollo. Su madre apenas soltó prenda sobre ese individuo y me figuró que en un estado tán delicado y tán lleno de cambios emocionales, Orianna acabaría por aferrarse a mí con alguna excusa que justificase ese repentino cambio a su madre. Tenerla cerca me gustaba, era tán imaginativa e inteligente, siempre venía con algo que aportar y que Isabella acabase por aceptar a Orianna, me complacía aún más. La presencia de Orianna me hacía muy dichoso pero a veces también me producía ansiedad. No podiamos mostrarnos excesivamente cercanos, había que tener cuidado con los gestos y las palabras. Había que comportarse como un maestro en vez de como un amigo y a veces eso me agobiaba porque ella siempre parecía olvidar esas medidas de precaución. Era como un borracho que moja un trozo de pan en anis pero desea beberse toda la botella cuando es de sobra consciente de que no debe. Pero siendo sincero, estaba empezando a odiar la idea de entregarsela a otro hombre y no tenerla nunca más a mi lado. ¡Oh Ceiphied! ¿Por qué hacer lo correcto siempre fue tán costoso?
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Cuando el bebe empezó a dar muestras de su presencia dentro de mi, estaba recibiendo varios consejo por parte del Monje rojo para comportarme más apropiadamente ante mi futuro esposo o ante cualquier persona como una buena dama ha de hacer. Estabamos sentados muy juntitos, yo sostenía un aburrido e innecesario libro en el cúal se comentaba acompañado de cursis ilustraciones, los ropajes, los peinados o las maneras que debía adoptar una dama de buena cuna. ¡Vamos! Justo lo último que me habría puesto a leer pero como eso nos servía de excusa para estar juntos y a mi cada día me gustaba más estar junto a él, leía algunos parrafos y los comentabamos. Él desplegaba más elegancia y buen gusto que yo y mira que era yo la que sería la dama de algún señor o galante caballero. Fue muy rapido pero cuando se repitió supe que era nuestro bebe, que ya empezaba a tomar consciencia de su existencia y su cuerpo pues cada golpecito sería dado al mover sus deditos o alguna de sus piernecitas. Eso sí me entusiasmó.
-¡Se ha movido! ¡Se ha movido dentro de mi! -Exclamaría pasandome las manos por la cada vez más grande tripa.
-Tarde o temprano tenía que hacerlo ¿no? -Comentaría él como si fuese la cosa más evidente del mundo. Dejando a un lado el libro que sostenía en mi alda, cogiendo una de sus manos, le propusé:
-¿Quieres sentirlo tu también? Coloca tu mano aquí. -Le indicaría colocandola en todo el centro de mi tapada y un poco sobresaliente tripa a pesar de lo arropada que iba. -A pesar de tanto tejido encima, ¿puedes sentir sus golpecitos? -
Él asintió sonriendo y dijo:
-¡Sí, si que puedo! ¿Crees que será niño o que será niña? -Preguntaría trás la exclamativa confirmación. Yo negue con la cabeceza cerrando los ojos y sonriendo con fuerza. No lo sé, no tengo ni remota idea le contestaría poniendome bastante tonta.
-¿A tí que te gustaría? Un varón, seguro. -Quisé saber pero se echó a reir mientras colocaba su cabeza más cerca como si quisiese oir el bum bum que hacía el corazón de nuestro bebé al bombear sangre. Su rostro parecía resplandecer y sus mejillas se volvían muy rosodas, a veces sus frente se arrugaba, otras sus cejas se alzaban al igual que sus labios se curvaban trazando la más hermosas de las sonrisas, si, escuchar y sentir como nuestro bebé se movía en mi vientre le emocionaba y le llenaba de una alegría que parecía no haber sentido nunca tán inmesa, tán imposible de fingir. Observandole me daba cuenta de ello y eso era otra de las cosas que tanto me estaban conquistando de él. La otra sería que él no me trataba como si fuese inferior a él, me trataba como una igual y al tratarme así no había limites a la hora de compartir nuestros conocimientos. Es decir, hablabamos de cualquier cosa, desde grandes relatos epícos hasta las bases más enrevesadas de la magia. Su respuesta como tantas otras cosas de él me dejó asombrada, luego encantada.
-Pues... En realidad, siempre me ha hecho más ilusión tener una niña. -
Me resultaba extremadamente lindo cada vez que se ruborizaba, a veces incluso encontraba algo muy femenino en él que me empujaba a querer abrazarle o llenarle de besos. Creo que había en él una delicadeza inusual, muy cercana a la fragilidad pero que no era del todo fragilidad, algo muy bonito pero difícil de explicar. Bien mirado, siendo racional, a lo mejor sus mejillas adoptaban esos tonos porque hacía un frio helador aquella mañana. Los pasos del jovencito que iba con él, llamado Bricus, echaría a perder esa atmosfera tán idilica entre nosotros pues el Monje rojo apartaría rapidamente su cabeza de mi tripa al oir los pasos cercanos del joven. El chambergo que llevaba era de tonalidad oscura y le cubría todo, apenas dejaba atisbar la espada que siempre llevaba con él en su único cinturón de piel marrón al moverse. Sus guantes también eran de piel de similar color. Con su carita de duendecillo travieso, sentandose entre nosotros dos y colocando sus brazos sobre nuestras espadas para atraernos, soltó:
-¡Queridos tortolitos, traigo malas noticias! Orianna tiene a alguien que atender y Ud, maestro Rezo, debería ir a la ciudad para tratar un asunto con uno... Cuyo nombre no recuerdo. -
De ese modo, Bricus, uno de nuestros complices y el más dispuesto a echarnos una mano, me hizo saber que ese día, que el día que tanto había detestado, había llegado. Levantandome con ayuda, cogí el libro de gastadas tapas de cuero y cortantes y amarillentas hojas aplastadas y sosteniendolo con fuerza, respirando hondo, tán hondo que llegó a dolerme, eche a caminar pero antes mencione su nombre.
-Rezo... Qué nombre más acertado para un santo ¿no? -Sería la última reflexión en voz alta que haría aquel día.
Al instante siguiente caminaría tratando de recordar las lecciones que yo fingía recibir para ser toda una dama del Monje rojo o simplemente para mí, Rezo.
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Nada más escuchar los primeros pasos que Orianna dió, pasos que se alejaban como la esperanza de volver a tener un momento con ella como ese. Algo pareció apoderarse de mí lentamente. Aprete mis puños y la sonrisa se torció, Bricus, percibiendo eso que me estaba inundando, se apartaría de mí como un animal que presiente que algo malo esta a punto de suceder cerca de él. Me puse en pie llevado por esa nueva fuerza que brotaba en mi. Camine con la esperanza de escuchar de nuevo cercanos sus pasos. La escarcha sobre el suelo crujía a cada paso que daba pero yo concentraba todos mis sentidos en chocar con Orianna. Cuando ese milagro, porque eso para mí si era un milagro, su voz temblaba como si estuviese a punto de llorar, de derrumbarse como lo hiciera hacía ya al inicio del embarazo pero había tanta decisión en sus palabras. Siempre me gustó sentir el calor de la llama, eso me señalaba que había luz cerca de mí pero me había pasado demasiado tiempo con los dedos posados sobre esa llama y ya empezaba a sentir el dolor que la llama producía al abrasar mi piel. Sentí deseos de besarla aunque alguien pudiese vernos, al abismo, los buenos propositos, ya me buscaría otra manera de proseguir con mis investigaciones pero ella se negó y fue cuando su voz se quebraría al volver a decir mi nombre.
-Por favor Rezo, no lo hagamos más difícil de lo que ya es. Piensa en el bien del bebé. -
Y sus pasos volverían a alejarse hasta desaparecer dejando sólo el ulular del frio viento que soplaba aquella mañana. "Sí, hay que pensar en el futuro del niño. Qué crezca con una familia como son las de los demás." Me obligué a pensar, calmando eso que me invadía. Bricus llegaría poco despúes.
-Maestro Rezo, tú también tienes asuntos que atender. ¿O es que no me estabas escuchando? -Diría intentando que cambiase de dirección. El tacto de la piel de sus guantes sobre la fria piel de mis manos me alivió. Tenía razón, estaba comportandome como un egoísta y como un chiquillo. Había que aprender a pasar pagina y seguir adelante. Reuniendonos con Isabella, Bricus me susurraría:
-Ya encontrarás otra que te de calor siempre que quieras. -
Una debil risilla salió de mis labios. No había quien consiguiese enmendar a Bricus. Isabella no diría cúan agradecida estaba de que todo acabase del modo más adecuado. Orianna con un futuro esposo y nosotros de vuelta a nuestros asuntos pero se le notaba en la voz. En el templo de la ciudad recibiría una señora regañina por parte del sumo sacerdote de la orden que se ocupaba del hospital u hospicio en el que había sido dejada la hermana mayor de aquella muchacha que Orianna llevó meses antes ante mí. Al principio me sentiría nervioso e intranquilo creyendo haber sido descubierta mi inmoralidad con Orianna pero luego esa sensación no acabaría más que en indignación. Para el pueblo llano sería una especie de santo pero para los religiosos no era más que un fastidio. Bricus me describió a mi severo infitrión a su manera, es decir, resaltando sus rasgos como sólo un bufón o un niño lo haría. Los murmullos que salían de los otros sacerdotes eran una muestra más de la impresión que les causaba mi aspecto pero a partir de aquella vez no sentí gran cosa, ni inseguridad ni culpa ni nada. No era como ellos ¿y qué? A Orianna eso le gustó y a mí ella me gustaba tantísimo. Chascando la lengua el sumo sacerdote sería el único de ellos en hablar. Su tono de voz mostraba frialdad pero ya no me dolía tanto como en otras ocasiones.
-Aquí estoy. -Dije esforzandome en mantenerme tán frio e indiferente como él. -¿De qué quería hablar conmigo? -Fuí directo al grano, cuando antes me echaran la bronca, antes me iría. Él tampoco tardaría en hacerme saber lo que deseaba discutir pero antes, se daría el gusto de rebajarme. Un juego al que juegan todos. Los caballeros ante los sacerdotes, los sacerdotes ante los eruditos o monjes, los monjes ante los campesinos. ¡En menuda sociedad vivimos!
-Veo que los rumores son ciertos, eres un monje que viste de rojo. Un color bastante pecaminoso ¿lo sabía, Monje rojo? De eso he deseaba hablar con Ud. De lo que debe y no debe hacer. -
-¡Vaya! Y yo que pensaba que era un color que representaba poder. A muchos señores les gusta vistir este color. -Le hice saber con sorna pero no encontrarías actitud victoriosa o maliciosa en mi voz, sólo una calmada y armoniosidad que chocaba con la ronca y brusca voz del sumo sacerdote. Bricus rió tán fuerte que Isabella le golpearía abochornada, captando la atención del hombre pues dijo con tono despectivo:
-Además de graciosillo, acompañado de jovenes que le rien las gracias. Por favor, Monje rojo acompañeme y hablemos con seriedad. -
Sonreí vagamente al recordar el hueco sonido del golpe que le propinó Isabella a Bricus y la enorme carcajada del muchacho. Esos dos eran mi perdición pero a veces también mi salvación. Escuche todo lo que tuvo que decirme. Las advertencias, las consecuencias, todo lo que salía de su boca de lengua afilada y helada. Asentía y prometía intentar no meterme en terrenos que no tenían nada que ver conmigo. De nuevo, en la zona publica del templo, podría escuchar las voces de Bricus e Isabella pero entres ellas había una que no había escuchado hasta ese momento. Mis ayudantes y el dueño de esa voz al verme se aproximarían hasta mí tán rapido como sus piernas entumecidas por el frio les permitieron.
-¿Qué tal ha ido, maestro Rezo? ¿Verdad que es un cascarrabias? -Exclamaría Bricus, siempre tán sincero y extrovertido. Me encogí de hombros y pasandole una mano por sus revoltosos e irregulares cabellos le respondí:
-Nada que no haya oido antes. Es una persona difícil pero en el fondo es bueno, Bricus, no merece que le faltes el respeto. -Le aconsejaría pero la verdad yo también pensé que era un individuo desagradable.
-Pues Nefessio no lo considera tán venerable. -Replicó Bricus, seguramente referiendose al extraño con el que hablaba.
-¿Nefessio? -Repetí su nombre confuso. -¿Es así como se llama vuestro compañero de chachara? -
-Así es, ese fue el nombre que mis padres me otorgaron al poco de nacer, Monje rojo. -Respondería el propio Nefessio inclinandose un poco ante mí quedando su cabeza a la altura de mi pecho. Su larga capa pasaría muy cerca de mí al realizar ese movimiento. -El sumo sacerdote de esta orden es un tipo inaguantable. Ni siquiera sé porque sigo dirigiendome a este templo. -Añadió al ponerse en pie de nuevo. -No como Ud, según se cuenta, es lo más parecido a un santo que recorre la tierra. -Añadió con profunda admiración.
-Eso es lo que opina el pueblo pero ya se sabe cómo son las multitudes... -Repliqué quitandole importancia. -¿Puedo preguntar qué hace en un lugar sagrado como este un gallardo caballero como tú? -Preguntaría tomandolo por un guardian o caballero. Sus ropajes emitian un sonido curioso, lo que me hizo deducir que iría ataviado con cota de malla bajo las prendas de lana, cuero o piel que seguramente le abrigaban. Nefessio se echaría a reir acompañado por Bricus mientras saliamos del templo para enfrentarnos de nuevo a la frias temperaturas que hacía afuera. Isabella debió de lanzarles una de esas miradas que se conocen como asesinas porque las carcajadas se detuvieron de mala gana. Tosiendo un poco, Nefessio me revelaría su verdadero origen. Sentandonos en una de las mesas más proximas a la gran chimenea de uno de sus restaurantes favoritos de toda la ciudad, le escuchariamos mientras calentabamos nuestros cuerpos con unas tazas de caldo bien caliente y de delicioso sabor.
-Me halaga mucho que por un instante haya pensado que soy de la nobleza pero lo cierto es que vengo de origen tán sencillo como bien podría venir cualquier otro vendedor o artesano de esta ciudad. Supongo que al ir tomando tanto contacto con ellos he ido perdiendo mi encanto pueblerino. -Comentaba con voz meláncolica. Como si todavía echase de menos esa vida, dura pero más afable.
Bricus se bebería de un trago el caldo como si se tratase de una simple bebida mientras que Isabella iría sorbito a sorbito, disfrutando de cada gota que llegaba a su paladar. Dejando la taza en la mesa de pronto, exclamó:
-Maestro Rezo, ¿por qué le presenta a la madre de Orianna al bueno de Nefessio? -
En aquel momento si hubiese podido abrir mis ojos y dirigirle alguna mirada, le habría mandado una de esas que mandan los padres a sus hijos de menor edad, aún chiquillo, para silenciarlos o reprenderles sin armar un numerito. Me seguía costando hacerme a la idea de que Orianna y mi futuro hijo serían entregados a otro hombre pero hasta que la propia Orianna no llegase de nuevo a mí para pedirme un último favor, no ví a Nefessio como el esposo digno de ella y mi hijo. Bricus replicaría como un chiquillo molesto al darse cuenta de lo tensos que nos habiamos debido de poner todos:
-Si de todos modos, fuiste tú quien pensó que eso sería lo mejor para todos. -
Cuantas ganas me entraron de confesar que ese era el único plan que se me ocurrió antes de caer más y más prendado de ella, de su luz, una luz tán intensa que al menos hacía de la oscuridad un lugar menos frio y solitario. En vez de sincerarme, le dije:
-Y lo mantengo pero Orianna ya va a desposarse con alguien. -
Al instante esas palabras no serían como flechas que atravesaran mi corazón exclusivamente pues alcance a oir con una claridad sorprende como Nefessio también hacía por contener el dolor. ¿Sería Nefessio el chiquillo del que me habló Orianna?
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Al observar al que sería mi futuro esposo, todo mi ser tembló de miedo, sentada frente a él en uno de los gastados pero comodos sillones que poseiamos en la habitación más grande de toda la casa, casa no muy grande pero decorada con todo el estilo y buen gusto que mi madre siempre tuvo. Con la ayuda que mi amado de la niñez y su padre le ofrecieron al poco de llegar a ese pueblo y adquerir la vieja y derrumbada vivienda. A pesar de lucir un aspecto tán impoluto como le correspondía a cualquier hombre de su rango y posición había algo en él que no acababa de convencer. Se mostró muy amable y muy galán, como a toda dama le gusta que sea su caballero de cuento, pero en sus ojos se apreciaba una fiereza sobrecogedora. Cada vez que los posaba sobre los mios, parecían ser capaces de traspasarme la ropa y la piel. Sin embargo madre se sentía tán agusto, claro que madre sólo pensaba en nuestra hermosa boda en mitad de la plaza con todo el pueblo de testigo. Con las manos entrelazadas y mi bebé lo más oculto que fue posible entre ropas y firmes vendajes, rehuía sus miradas mientras madre hablaba de mis virtudes.
-Le aseguro que además de hermosa, mi hija es una excelente costurera y cocinera. -
-¡Oh! Eso sin duda la convertirá en toda una ama de casa pero ya tengo unos cuantos sirvientes que se encargan de esas tareas. Lo que me gustaría saber es si será una esposa obediente y refinada o una de esas que pierden los nervios por cualquier cosilla. -Atajaría él ayudandome a hacerme una idea mejor de la clase de esposo que sería y la clase de esposo que sería no me emocionaba, sería de esos que cuando les da la gana buscan el consuelo de otras mujeres con la esperanza de no perder por ello a su esposa, la que siempre estará para ellos como un perrito faldero. Yo sería su dama, claro que sí, pero sólo si el me permitiese jugar con otros hombres de modo similar. Sería divertido comparar cúal de los dos ha tenido más amantes. Dudo que fuese a ser tán generoso, sería tán deseada. Se lo hubiese preguntado pero yo sólo estaba ahí para ser tesada. Mi madre le aseguró que sería la esposa más tranquila y maravillosa del mundo, lo que agradó al caballero. Todos sus dientes brillaban con una blancura deslumbrante y sus cabellos eran como el oro, peinados con esmero hacía atrás, dejando algunos mechones caer a ambos lados de su rostro. Rostro de facciones varoniles y seguras. Cuanto más lo miraba más irreal me parecía. Tendría la edad que entre Isabella, Bricus y yo acabamos adivinando que Rezo tendría. Entrando en los treinta, caballero con varios meritos a sus espaldas y pronunciada arrongancia. Hubo un punto en la conversación, uno de los importantes ya que la castidad en una mujer es tán valiosa como la carencia de ella en un hombre, en que mi miedo se volvería pavor, un pavor que casi me delataba. Mis ojos estuvieron fijos en mi madre, vestida con sus mejores ropajes y envuelta en el chal más largo y tejido con la mejor tela que guardaba recelosamente en su baúl. El caballero, aunque escuchaba y mantenía la conversación con mi madre, parecía más deseoso de hablar conmigo.
-Bien, tál y como me aseguraron, será todo un placer desposarme con su hija. ¿Es mujer ya? -Así, con esa sutilidad, surgió el tema. Madre dejaría escapar una risita y se lo afirmó:
-Por supuesto, ya debería Ud saber que esta prohibido desposarse con una joven que aún no haya tenido su primera sangre. Mi hija es mujer desde hace cuatro años. -
Biologicamente hablando sí, mentalmente, creo que mucho antes. Yo empece a tontear y a querer saber de esas cosas mucho antes que cualquier muchacho y los muchachos suelen ser más ardorosos que las muchachas. Claro que lo de ser madre lo experimente a la edad que todas suelen hacerlo.
-Magnifico. Ahora si nos disculpa, me gustaría conocer a mi futura esposa un poco mejor. -Le pediría a mi madre, tal y cómo ha de hacerse trás ser presentada por la madre, la muchacha al que será su esposo. Para que charlen más intimamente pero sin obscenidades, eso le dejaría en muy mal lugar, la únión carnal ha de ser después de la boda, en la noche de bodas. Madre se marcho apresuradamente pero antes de levantarse, me diría en voz muy baja:
-Cariño mio, este es el mejor partido que he podido encontrar, te lo ruego, no lo estropes. -
Resoplé y le respondí:
-Si, madre. -
Al oirla marcharse, me concentré en no olvidar que aquello era lo mejor para mi futuro hijo, que si aquel caballero podía darnos una buena vida a cambio de un pequeño sacrificio por mí parte, debía ser fuerte y comportarme como la dama que debía de ser, como la mujer florero que todos los maridos buscaban y dejar a un lado las ocurrencias que sólo a Rezo o a Nefessio hubiese gustado. Adoptando un aire delicado e inocente, comenzariamos a compartir pensamientos y gustos.
-Dime, ¿alguna vez has visitado el reino de Seillune? -
Negue con la cabeza exhibiendo una sonrisa forzada.
-Pues te aseguro que cuando viajemos a la ciudad capital de Seillune, te parecerá el lugar más maravilloso del mundo. -
"El lugar más maravilloso del mundo ¿de verdad? No hay lugar más maravilloso en el mundo que aquel al que vas acompañada de tu amado" Pensé con una sonrisa que se torcería suavemente pero pronto recobró fuerza al pensar en qué preguntar al noble caballero que tenía frente a mí.
-¿Qué opinas de los religiosos como sacerdotes o eruditos? -Le pregunté yo poniendole a prueba, deseaba verificar si lo que Rezo me había contado con respecto a los caballeros era verdad. -¿Sueles acudir a los templos para rezar o meditar? -
Mi pregunta le dejaría sorprendido pero alzando una ceja, apoyando su mentón sobre el puño izquierdo contestaría:
-No soy un hombre muy practicante que digamos, ¿Por qué lo preguntas? -
-Ohh verás, es que tanto mi madre como yo, si somos bastante religiosas. Incluso he llegado a plantearme seriamente el sacerdocio. -Le respondí yo con una sonrisa traviesa.
Eso pareció enfurecerle pero apretando los puños y repeinandose, se controlaría y diría:
-¿Sabes? Eso hubiese sido una perdida de tiempo. Tú madre ha hecho bien en buscarte esposo. -
"¿Una perdida? ¿Una perdida para quién? Seguramente más para ti que para mí" me dije a mí misma. Tuve que concentrar toda mi mente y mi energia en el bien del bebé para no lanzarme a él, cogerle la espada y cortarle el cuello. A lo largo de la conversación me convencí de que no era la clase de hombre que yo deseaba como padre sustituto de mi hijo y del hijo de Rezo. Llegando el momento en que el sol empezaba a descender, el caballero se despediría de mi besandome la mano, exclamando:
-Estoy impaciente por que la ceremonia que nos unirá se celebre. -
-Supongo que yo también. -Se me escapó decir. El caballero rió pero a madre casi le da un ataque. Respiró e inspiró varias vaces, con una risa histerica.
-¡Qué cosas tiene mi hija! ¡Claro que está deseosa de la ceremonia sea pronto! -
En el único lugar de la casa en el cúal me sentía protegida, sentada sobre la cama, examinaría la que era mi dormitorio, complice de mis ataques de furia y de creatividad, acariciando la manta tán limpia como mimosa al tacto de mis dedos, calida y usada desde que era muy pequeña. El espejo de medio cuerpo encima de mi tocador de caoba de oscuro color con relieves que le daban un aspecto muy señorial ya no tenía un cristal tán brillante y hermoso como el día que lo trajeron pero aún se atisbaba mi reflejo. Mi mesita de noche por muchas veces que fuera encerada, seguía poseyendo algunas muescas pero a mí eso no me parecía malo, me gustaba ya que me hacía imaginarla como una mujer que a pesar del tiempo o las heridas seguía hacía delante. La estanteria de una tabla sujeta a la pared no poseía tantos libros como me hubiese gustado pero cada uno de ellos era antiguo y valioso, palabras que dejaron grandes sabios como Lei Magnus o Themis Ulcies, recitas muy utiles acompañadas de apuntes para crear venenos o brebajes curativos o leyendas e historias escritas por sabios de muy distintas épocas hasta nuestros días. ¿Me permitiría mi futuro esposo adquirir más libros? Algunos de ellos poseían imagenes tán bonitas, si tenía que deshacerme de ellos, antes se los regalaría a alguien, a alguien que los apreciase como yo lo hacía o puede que más. Gracias a Ceiphied la ceremonia no se celebraría hasta encontrar a un buen sacerdote, de los mejores entre los recíen formados, por lo que pude encontrarme a escondidas con Rezo. Él me comunicó que no se iría hasta que el niño naciese. Lanzandome a sus brazos como una niñita que vuelve a encontrarse con su perdido padre, me desahoguaría. Nunca pude ver sus ojos pero al mirar su rostro, siempre pude ver tanta calma y ternura. A veces era más un padre que un amigo o un novio y a lo mejor por eso me gustaba tanto permanecer horas y horas abrazada a él. Sentados, con la cabeza apoyada sobre su rostro, hablaba y hablaba mientras el me escuchaba pacientemente. El bebé se revolvía suavemente y aunque a veces hacía un poco de daño, provocando bultos en mi, no me importaba. Él, Rezo y el verme empujada a una boda no deseada, me estaban haciendo sentar la cabeza, volviendome un poco más responsable.
-Rezo, lamento tanto haberte metido en esto. -Me disculpé, me disculpé de todo corazón, pasando una mano por la zona en la que estaría el bebé flotando tranquilamente. -Creí que no te atreverías, mi amor de la infancia nunca se atrevía a ir más allá de los besos y las caricias. -
-¿Tu amor de la infancia? Creo que ya me hablaste de él una vez pero no recuerdo su nombre. -Me diría él tratando de centrarse. Reí llevandome la mano que acariciaba mi tripa hacía los labios y dije:
-Eso es porque no te dije su nombre. Era muy dulce, muy amable y muy timido, todas las muchachas decían que te parecias bastante a él, a mí Nefessio. -
-¿Nefessio, dices? Mmmm... -Sería todo lo que diría a continuación Rezo, con una voz entre misteriosa y de satisfacción. Me dió la sensación de que algo en su cabeza se activó pues preguntó -¿Y qué te parece el hombre con el que tu madre ha preparado el desposamiento? -
Me quedé bastante rigida al recordar sus penetrantes y oscuros ojos sobre mí, mi rostro se contrajó al recordar sus palabras, la arrogancia y la superioridad que en ellas se notaba. Era todo lo contrario de lo que yo buscaba en el que sería mi futuro esposo.
-Me da miedo. Temo que le haga algo muy malo al niño si descubre que no es suyo. -
-Comprendo. -
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Que a Orianna no le agradase el esposo que su madre le había encontrado me llenaba de una satisfacción increible pero al poco de nacer el niño, me costaría el doble seguir con mis asuntos mientras ellos unian sus vidas con Nefessio. No es que tuviese nada en contra de él, entre el caballero y él, le prefería mil veces a él pero ya se sabe, cuando se van creando lazos, lazos tán fuertes entre un hombre y una mujer, a veces el hombre acaba bastante aprisionado por esos lazos que la mujer a de cortar. Ella era tán especial y nuestro niño nació sano y sin ninguna disminusvalia a pesar de lo complicado que fue sacarlo de su calida y ocasional vivienda dentro de Orianna. Como a menudo ocurre, el pequeño Tessaurus sintió deseos de descubrir el mundo antes de tiempo, como si percibiera que cuando antes saliese de su madre, más fácil sería que Neffesio convenciese a la madre de Orianna de que él tenía que desposarse con Orianna. Una batalla de dificil victoria. Recorriendo el barrio por dónde suelen vivir los artesanos, sea en la ciudad que sea, Bricus se detendría y me observaría de arriba a abajo como si nunca antes me hubiese visto, con voz inquisitiva diría pasando sus dedos por mi pelo:
-Creo que esas muchachas y la propia Orianna tenían razón al decir que te pareces bastante a Nefessio, claro que tus cabellos no son ni la mitad de revoltosos y rizados que los suyos. -
-¡Ya vale! -Le replicaría yo intentando apartar sus enguantados dedos de mi cabello. Cuando logre sentir la suavidad del tejido de sus guantes, tomando seguridad, agarre su mano y la aparte. Isabella reiría maliciosamente. Esos dos siempre deseaban que el otro fuese castigado, se llevaban bastante mal pero en el fondo se hicieron muy amigos. Tendría que ordenar los pocos pero sedosos cabellos que cayeron sobre mi frente gracias a Bricus, me daba repelús que mis cabellos cayeran sobre mi rostro. El hombre de la residencia por la cúal paramos debió de escucharnos pues al instante el sonido de una puerta abriendose un poco y una voz muy ronca provocaron que las risotadas de Isabella se moderaran.
-¿Se puede saber a qué viene tanto escandalo? ¡Algunos necesitamos mucho silencio para trabajar! -Gruñiría.
-Lo sé y lo siento muchísimo. Buscabamos a un hombre joven llamado Nefessio. ¿Sabe dónde podría encontrarle? -Le contestaría yo aducadamente. El sonido de la puerta al cerrarse me haría pensar que se había disgustado tanto que ni nos daría una respuesta ni nos dejaría entrar a reponer fuerzas pero al rato la voz de un hombre joven surgiría de algún punto de la casa. Era la de Nefessio, al principio me costó reconocerla pero luego si se iría volviendo familiar.
-Pasad por aquí. -Nos invitó abriendo otra puerta, la cúal producía un sonido más desagradable, como el tocar un instrumento desafinado. -Como habreis podido comprobar, mi jefe no es un hombre de grandes delicadezas. -Se permitió el lujo de indicar y después rió. A su risa se le uniría la nuestra mientras nos adentrabamos a la vivienda por la zona en la cúal había sonado el chirrido de la otra puerta. El fuerte olor a barniz y madera me confirmó que estabamos en la parte de la casa dedicada al taller.
-Qué olor más fuerte. -Comentaría Isabella a mí derecha agitando sin duda una mano.
-Cierto y tendreis que disculparnos por ello, algunos muebles acaban de ser retocados hace poco. -Nos informaría con voz amable Nefessio. -He tenido que abrir la parte que tenemos cara al publico. Ese gruñón no me permitía recibiros en el salón de su casa. -
Sus pasos se oían raidos de un lado a otros acompañado de un leve y sordo sonido, me figuré que sería el de algunos asientos al ser colocados. Además de agradable, era muy detallista, eso le iba favoreciendo pues si quería ganarme, tenía que demostrar que no era un hombre como lo eran tantos otros.
-Bueno, ya podeis sentaros, no son elegantes sillones pero valdran. -Nos sugirió frutandose chocando sus manos dejandome escuchar un leve plaf.
-No, yo mejor me quedo de pie. -Le haría saber Bricus colocado a mi izquierda con voz alegre. Nefessio suspiraría, Isabella y yo si nos sentariamos, por educación.
-Alguno de los muebles que hay aquí, ¿los has hecho con tus propias manos? -Deseé saber al poco de sentarme. La madera estaba tán bien lijada que parecía hecha por todo un experto. Sentandose en la silla rechazada por Bricus, Nefessio contestó:
-Si pero por ahora sólo me encargo de muebles de poca importancia como las sillas en las que estamos sentados pero esto no es nada en comparación con lo que hace Ud. -
Lo decía tan enserio, tán maravillado y con una voz tán clara, pura como la de un niño, que no había atisbo de mentira o engaño, que siempre me hacía sentir inmerecedero de escuchar precisamente de su boca esas palabras pero poco a poco me animaban a verlo como alguien que sí llevaría a Orianna con amor y sin celos ante mí. Con una sonrisa, le planteé la cuestión y que qué haría.
-Yo sólo calmo males fisícos con magía y los pocos conocimientos que he ido adquiriendo. Nunca he creado nada hermoso a partir de ninguna clase de material pero sí, me figuro que eso es de algún modo lo que me hace valioso y me agrada que me consideres especial por ello pero si te dijese que la única cosa que he creado ha de ser entregada a otro artista, ¿qué me dirías? -
-Pues... No lo sé, si el artista al que has de entregarsela es de confianza, me figuro que no habrá gran problema, ese artista te permitirá tenarla de vez en cuando, ¿no? Porque solo es su guardían. -Me respondería pasado un largo rato en silenciosa reflexión.
Los terminos que utilizó me gustaron, sin darse cuenta estaba admitiendo que aún al enterarse de que el hijo de Orianna no era suyo, lo cuidaría y lo amaria porque se le había pedido eso y él como hombre de confianza, cumpliría. Hasta a veces habría un modo de que estuviese con él. Era el esposo que buscaba.
-Disculpa mi osadia pero ¿te has desposado con alguna muchacha ya? -Pregunté sin andarme con más rodeos. Nefessio tampoco se andaría por las ramas.
-No pues le prometí a una chiquilla de la que me enamoré de bien joven que jamás me desposaría con ninguna otra muchacha que no fuese ella. -
-¡Qué romantico! -Exclamarían Bricus e Isabella, Bricus con voz más burlona.
-Era una chiquilla muy precoz, siempre se le acusaba de cosas terribles por ello pero a mí me tenía loquito perdido. -Me la definiría detalladamente, como regresando a esos tiempos, con una voz tán llena de amor y dulzura que lograría ablandarme.
-¡Esa es sin duda Orianna! -Adivinó Bricus dando un golpe al suelo con el pie. -Ella también se acuerda mucho de tí pero ay con su madre, la ha desposado con un tipo horrible. ¡Si vienes con nosotros, el maestro Rezo y nosotros convenceremos a esa arpia para que Orianna y tú os desposeis y todos vivamos felices de nuevo! -Se aventuró a soltar Bricus impaciente por poner fin a toda este enredo. A veces su brusqueda viene bastante bien. Nefessio se levantaría atónito y soltaría:
-¿En serio? ¿Ud haría eso por mí? -
Poniendome en pie, se lo aseguré pero poniendole una condición:
-Por supuesto pero también tienes que cuidar al futuro niño que ella traerá al mundo como si fuera tuyo. Si descubro que te has acabado deshaciendo de él, la llevaré conmigo. -
Nefessio cayendo al suelo me prometería, incluso juraría, que cuidaría de ambos y que aún siendo hijo bastardo, le daría todo, todo lo que poseyera como si fuese realmente suyo. Los días fueron pasando sin mucha novedad, Orianna se sentía segura y feliz al saber que yo había logrado convencer a su madre de que cambiase de pretendiente porque había encontrado uno mucho mejor en la ciudad. El caballero no se enojaría pues recibía muchas peticiones por parte de muchas madres con bellas e ingenuas hijas a las que desposar. Orianna estaba euforica, no paró de formularme preguntas sobre ese futuro esposo que le había encontrado. Yo le aseguraba que sería de su total agrado mostrandole una sonrisa traviesa. Sí, en aquellos días fuí yo quien tenía a Orianna con la boca abierta. En el momento en que Orianna rompió aguas estaba con nosotros. Sonó como el sonido de huevos rompiendose. De inmediato la obligamos a tumbarse en la cama boca arriba, decía sentir un dolor intermitente y más espantoso que tener retortijones. Chillaba, maldecía y sollozaba. Yo no me aparté de ella, sentandome a su lado, ordenaría a Isabella traer mi bolsa de viaje y rebuscar en ella algunas cosillas. Mi pobre Orianna dilataba gemiendo dolorida muy lentamente, podíamos escucharla aferrarse a las asperas sabanas mientras el bebé se abría camino con grandes complicaciones. Pasado un rato, con gemidos que se habían convertido en autenticos aullidos de puro dolor e indignación por parte de la desesperada madre, ordené a Isaballa sacar paños con los que envolver al bebé. Isabella, probablemente, asomada tál y como le pedí junto a Bricus que mantenía abiertas las piernas de Orianna con fuerza y terqueria, exclamaba con voz llorosa:
-¡Maestro Rezo, no parece que el bebé asome ninguna parte de su cuerpecito! -
-¡No jodas! -Soltaría Bricus. -¡Mira que como nazca muerto! -
El rugido que salió de mi boca dejó a todos impresionados.
-¡No lo permitiré! -
Entonces se me ocurriría la única solución que podría ayudar al bebé. Agarrando una mano a Orianna, le informé de lo cruda que se estaba poniendo la cosa y de qué tendría que hacerle algo de daño. Ella lloraba y lloraba y cada vez era menos dueña de su cuerpo. La siguiente orden a mis jovenes ayudantes sería tán precisa como clara.
-Conseguid un cuchillo, tenemos que sacar al bebé antes de que se asfixie. -
Los pasos de Isabella se escucharía alejarse y acercarse en apenas un instante. Isabella debió de quedarse en shock al escuchar la siguiente orden pues no logre escuchar ningún sonido proveniente de ella o que me señalase que se estaba moviendo.
-¡No te quedes ahí parada! -Le gritaría Bricus todavía manteniendo las piernas de Orianna separadas y todo lo abiertas que podía. -¡Haz lo que el maestro Rezo ha dicho! ¡No creo que sea tán difícil, tú que eras hija de un pastor, habrás hecho esto antes con ovejas o cabras! -
Entonces trató de replicar pero su voz apenas alcanzaría un grado audible para Bricus.
-¡No puedo! -Acabaría gritando echandose a llorar. -¡Esas cosas las hacian mis hermanos! -Recordaría gritando en pleno ataque de panico.
Me recorrió una angustía tán fuerte como paralizante pero no podía dejarme llevar por ella, el bebé mi necesitaba, Orianna me necesitaba, creo que fue en ese momento que esa vocecilla que al principio era como un susurro se volvería tán clara como alta, una vocecita que con los años se iría alzando hasta acabar como un grito desesperado. Una voz que decía Ojalá pudiese ver, pues estaba claro que un ciego no podía realizar esa clase de trabajos, los de un curandero pero apretando los dientes, rogando a Ceiphied su ayuda, dije a la asustada y superada Isabella lo siguiente:
-Ven conmigo Isabella, lo haremos juntos. Sólo ayudame a encontrar el lugar adecuado en que hacer la incisión. -
Ella caminaría hacía mí, pasos lentos y muy distantes unos de los otros, sus manos temblaban, el fino acero del cuchillo era frio y parecía estar aún un poco humedo. Entres los dos obraríamos la importante operación. Ella con voz congestionada me ayudaría a llegar hasta el centro, un poco hacía arriba, sujetando su temblorosa mano, con firmeza atravesariamos la fina piel que hacía de barrera entre el bebé y nosotros. El sonido sería similar al que produce cualquier cuchillo al cortar carne. Fue un momento bastante tenso y terrorifico el meter las dedos y agrandar el agujero que habíamos realizado en Orianna en busca del bebé. Mi corazón latía tán fuerte que dolía. Al momento de sacarlo, Isabella se lo llevaría en el paño para labarlo un poco. Los sollozos y gritos se calmarían, creo que Orianna cayo inconsciente, mientras ordené a Bricus coser la overtura en su panza. Bricus obedeció tomando los utensilios necesarios. Los leves ras ras que surgían al entrelazar con los gruesos hilos la carne, me indicaban que Bricus lo estaba haciendo estupendamente. Cuando Isabella con una mano me obligaría a extender las mias para tomar al bebé, lo primero que hice fue concentrar toda mi afinado oido con el deseo de que pudiese escuchar su pequeño corazón latir. Era un sonido tán ligero, un bum bum casi extinguiendose, lo estreché entre mis brazos acercando su cabecita para poder apoyar levemente mi rostro en ella y usé mi magía sanadora sobre él. Pasaría un buen rato hasta que sus extremidas comenzasen a moverse y su respiración y latidos ganasen fuerza trayendo con sigo un agudo sollozo, que yo amansaría sintiendo un alivio y una felicidad tán grande que parecería invadir a mis ayudantes. Orianna le otorgaría un nombre precioso aunque me costó mucho convencerla de que no era buena idea ponerle mi nombre.
-Tessaurus es muy bonito. Nuestro tesoro. -Le diría reprimiendo la emoción que me llenaba sentirlo vivo entre mis brazos sentandome de nuevo junto a ella.
-Pues que sepas que tu nombre me gusta mucho más pero bueno... -Acabaría por acatar ella con voz molesta pero muy animada observandonos a Tessaurus y a mí. Antes de entregarselo y marcharme le dije la última vez que estariamos juntos.
-Tu futuro esposo se llama Nefessio. -
Eso la volvió loca, muy loca de alegria pues con sus propias palabras, era el hombre más parecido a mí que conocía. Sería un padre y un esposo formidable. Yo le dedicaría mi última sonrisa, una sonrisa entristecida, una sonrisa que se acabaría por desvanecer con la muerte de Bricus poco tiempo después. Alejandome de esos dos, pense eso de es mejor amar y haber perdido que no haber amado nunca. Quien lo dijese no se hacía una idea de lo equivocado que estaba.
Christine y Erik son personajes originales de WaterLillySquiggles y Miss Whoa Back Off
Ferrissian DiCaillum es personaje original de QP/Diana
Themis Ulcies es personaje original de RagnaBlast
Los otros personajes que vayan surgiendo en el FanFic son cosa mia y si no lo son, traquilos que os lo hare saber ^^
Damas y caballeros, fans de Slayers y amigos lectores, creo que va siendo hora de escribir mi versión de lo ocurrido entre la bisabuela de Zelgadiss y Rezo ¿no? Porque es un personaje que su importancia debió de tener aunque Kanzaka no haya hablado de ella.
Historia narrada en primera persona. Según Rezo y según Orianna ^^
Yo, la verdad, hasta que no conocí a otras fans de este hombre y sus circunstancias, no me había puesto a pensar o a imaginarmela hasta hace poco, claro que muchas cositas me fueron viniendo gracias a dibujos o escritos sobre ella o esa posible ella que me fueron gustando e inspirando asi que he de hacer mención a estas grandes e imaginativas fans y dedicar esta historia, la historia o mi historia más esmerada de Orianna y Rezo ^^ También tome muchas referencias de un romance prohibido entre un monje y una muchacha, protagonista uno y madre del niño que busca el protagonista de ese libro LoL Por último, como en la edad media los monjes (se supone) hacían voto de castidad si alguna vez se les acusaba de quebrar esos votos, se les escomulgaba y ganaban mala fama, yo con Rezo he hecho algo parecido porque se supone que la gente lo considera un monje, extraño porque cura y tal pero monje o erudito... Aunque en Slayers muchos sacerdotes tienen familia ¬¬
Dedicada especialmente a AmberPalette, Miss Whoa Back Off y a Dulcis-Absinthe ^^
FanFic Slayers
Rojo Relativo - Juegos de amor
¿Realmente fue un error? ¿un desliz? ¿Algo que no debió ocurrir entre los dos? Nunca pude olvidar, quizás ella tenía razón, se creó entre nosotros una unión, una conexión que dió origen a tantas personitas maravillosas, porque no quise creer que ninguno de mis parientes, de aquellos que llevaron nuestra sangre fueran malvados, fueran, como dicen tantos otros, algo de lo que deshacerse. De todos modos, ellos crecerían conociendome tán sólo como ese gran hombre, como ese santo y como ese gran sabio que recorría la tierra compartiendo su bondad y conocimientos. Escogí la solución más adecuada para todos pero con sinceridad esa solución fue como arrancarse una astilla, aún me duele pues yo a medida que estuvimos juntos también quise dejarlo todo para estar con ella y el niño iba tomando forma y vida en su vientre. Sin embargo, consciente de que eso nos trairía más problemas, traté de hacer lo correcto, encontrar el marido y padre de nuestro hijo que se merecía. ¡El monje rojo jamás la dejaría como si realmente fuese una mujerciela en un hospicio cualquiera! Eso lo tuve muy claro porque Orianna, así creo que se llamaba pero nunca pude asegurarlo, como luz que guardé a mitad del camino, con la esperanza de volver a encontrarla, más luminosa, en la oscuridad que me rodeaba, fue como la princesa que todo caballero desea tener pero que no consigue fácilmente. ¿Dónde la conocí? ¿En que plazoleta de pueblo se hizo paso entre las gentes para ponerme en duda? No consigo situar su hogar pero sé que fue durante esos largos viajes que realizaba acompañado ya de los primeros ayudantes y aprendices que tuve, Isabella y el granuja de Bricus. ¿Hacía Saillune para exponerle mi caso al gran sabio Lou Groun? Alguien mientras cruzaba aquella población se aproximó a nosotros implorandome examinar y curar a algun familiar largo tiempo enfermo. Porque yo podía hacerlo, porque yo no era un monje cualquiera, me iba diciendo conduciendome hasta ese enfermo. Sí, mis obras de caridad me darían la fama, el afecto del pueblo y el titulo entre los que me rechazan de gran sabio. Yo que principalmente gustaba de visitar hospicios o hospitales pues era ahí dónde podría poner a prueba los conocimientos que iba logrando y mis capacidades curativas. Isabella anotaba todos los hechizos que iba desarrollando y si funcionaban o no. Si no lo hacían, habría de variar alguna palabra de poder o concentrar poder de otro modo. Que hiciese esas curaciones, no siempre era por compasión, era tán metodico e inseguro que antes de probar suerte conmigo mismo, necesitaba saber si saldría bien o acabaría peor. Al salir de la humilde vivienda de aquella persona una gran multitud se formaría al dar los primeros pasos hacía la posada pues al principio realizar esos conjuros tán poderosos y complejos me debilitaban. Curé a algunos, a los que mi poder me permitió hasta que una voz, una bonita y joven voz acompañada de unos pasos agiles y llenos de decisión se pusó a gritar a aquella multitud:
-¡Dejad de suplicarle que os cure! -
Al principio creí que aquella voz agradable y clara como el cantar de pajaros era compasiva, que se habría dado cuenta de cúan cansado estaba y estaba pidiendo a la gente que se controlase un poco pero no, lo que saldría al momento siguiente, además de osado, fue peor que un insulto o una bofeta.
-¡¿No comprendeis la cantidad de monedas de oro que os costaría pagarle?! ¡Ni entre todos los aldeanos tendriamos suficiente! -
-¿Disculpa? -Le diría yo tán sorprendido como disgustado soltando las manos de la última persona que curaría aquel día, la cúal volvió al grupo lentamente, agachando la cabeza, me figuré, para acercarme y posar una de mis manos en lo que era su espalda. Ella se voltearía al sentirse tocada. -Yo no estoy haciendo esto por su oro... -
-¿Ah no? Eso dices ahora pero seguro que cuando pase un tiempo, volverás y nos lo exigiras. -Me interrumpiría, en su voz se palpaba rabia contenida. Luego volvió a dirigirse alzando la voz a los aldeanos. -¡Porque todos hacen los mismo! ¡Todos los curanderos y todos los sacerdotes! -
Era toda una defensora del pueblo llano. Por muy dolido que me sintiese al oir esas acusaciones, me sentía demasiado cansado para ponerme a debatir con ella la clase de motivos que me movían a realizar desinteresadamente curaciones o examinaciones a esas buenas gentes, por lo que arrugando la frente y respirando hondo, lo último que les diría, a ella y a todos los presentes fue:
-Bien, entonces me marcho. Y tranquila, buena gente, no sé si volvere por aquí. -
Al pasar por su lado, el olor que despedía su cuerpo era como de florecillas silvestres o florecillas salvajes, suave pero envolvente. Isabella y Bricus marcharon trás de mí, los griterios que se escucharían a lo lejos me confirmarían que la gente estaba enojada con su defensora. Ella tenía algo de razón en desconfiar pues era verdad que los curanderos no ofrecían sus servicios gratuitamente y parte de lo que se ganasen no sólo iba para el rey o el señor que les acogiese en sus tierras, debía de ir para las diferentes ordenes de sacerdotes que había a lo largo de los diferentes paises. Para ser atendido por un sacerdote, además debías de dirigirte tú mismo al templo correspondiente, según tu caso te dejaban en un hospital o te mandaban de vuelta a casa. Sentado sobre una silla de madera apoyado sobre la mesita de noche que había junto a la estrecha pero comoda cama de la habitación que se me había concedido recordaría la osadia y sabiduria de la que hizo gala aquella voz que provendría de una muchacha excepcional. Entre el disgusto y el asombrobo nació fascinación hacía ella. ¿Cómo sería? Nadie hasta ese momento me había cuestionado sin ser uno de mis ayudantes.
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Todos hablaban de ese hombre como si fuese un santo, un hombre dedicado en cuerpo y alma a los demás pero yo, yo no podía creer que alguien así pudiese existir. A la edad de dieciseis años, una edad en la que los padres lanzan a sus hijas a los brazos de los que serán sus esposos con la esperanza de darles buena vida, cumplir con las leyes y ganar algo de oro, yo, yo era la muchacha más resabiada, incredula y perspicaz de entre todas las jovenes del pueblo. Siempre buscaba a alquien a quien desafiar intelectualmente pues para mí la vida de ama de casa era necesaria y formaba parte de ser independiente pero no tenía por qué ser lo único a lo que una mujer aspirase. Quería viajar, quería saber, quería utilizar magía, quería que mi mente se expandiese más allá de los limites impuestos a las mujeres. Y seguramente eso fue lo que hacía que los hombres, no sólo los jovenes, que todos los hombres se sintiesen tán atraidos por mí. A madre le irritaba, le enojaba y consumía esa actitud tán soñadora y libertina por lo que más de una vez tuve que conseguir realizar esos deseos a sus espaldas. Compraba toda clase de libros con las monedas de oro que me ganaba siendo sirvienta de algún señorito en la ciudad cercana. Las muchachas del pueblo me envidiaba, por eso decían esas barbaridades sobre mí, porque ellas no se atrevían a abrir sus mentes. Estaba segura de que también miraban al considerado santo con ojos de loba. En los corrillos que se formaban junto al pozo, al viejo pozo de oscuras piedras, hablarían, no de sus habilidades magicas, sino de lo joven o apuesto que les resultaba. Nereida era la peor de ellas, la que comenzó a lanzar esos rumores sobre mis ausencias.
-¿Os fijasteis en él? -Preguntaba a las otras chicas apoyandose en el pozo, casi sentada al borde. -¿De verdad creeis que un joven tán apuesto es un monje? -
-Sí, llevaba ropajes de monje aunque su color fuese un poco inusual. -Le respondía una de ropas claras y pañueleta a juego ocultando parte de sus dorados cabellos. -¡Y es toda una lastima! ¡Era guapísimo! -Añadía ruborizandose al admitir el deseo que le avivó.
Nereida, de ojos de un vibrante tono verdoso y oscuros cabellos que tendían a enredarse o revolverse bajo su pañueleta, rió comprendiendo bien como se sintió la muchacha rubia pero dijo adoptando una voz seria y entristecida:
-Pero él dijo que no volvería... ¡Todo por culpa de... De la zorra de...! -
-¿De quién? -La contendría yo acercandome al grupo llevando sobre un brazo un cubo que llenar de agua. -¿Mía por salvaros de la pobreza? -
-¡Él no es como los demás! -Sollozaría otra muchacha, de las timidas, de las que por desgracia guardaban su potencial y belleza para un marido que le saldría mujeriego. -Todos dicen que nunca ha pedido ni una moneda de oro por sus servicio en ninguno de los lugares que ha visitado. Mi padre me lo ha asegurado. -
Me quedé callada un momento, aquella muchacha no era de las que le complaciese decir falsedades, era buena aunque a menudo muy ingenua como una niñita. Al poco de dar su opinión bajaría los ojos y abandonaria el grupo. Era tán timida. Nereida en cambio era peor que los demonios, no le importaba destrozar las vidas de los demás con tál de conseguir sus propositos y no tardaría aquella mañana en atisbar en sus ojos que haría todo lo posible por alejarme del Monje rojo.
-Bien, si no me crees, te retó a presentarte ante él y sonsacarselo. Nadie puede ser tán bueno. -Le reté antes de irme alzando la cabeza sin agacharla ni un instante, con las manos sobre mis caderas pero hasta que no llegue a mi habitación no me dí cuenta de lo que acababa de hacer, le había dado una magnifica excusa a Nereida para simpatizar con él. Mirandome al espejo me puse a dramatizar. La muchacha que me imitaba era una joven de rostro fino y redondeado, ojos grandes y de un azul muy clarito, nariz rispingona y labios de un rojo que parecían invitar a otros labios a tocarlo. Con piel clara y mejillas muy rosadas, sin necesidad de umguentos o polvos pero con un cabello ondulante y cobrizo de un castaño rojizo que las buenas muchachas no deberían poseer que caía por mi espalda como cascadas.
-Acabas de llevar a ese hombre hasta el peor de los demonios. -
Resoplando me dí cuenta de que aquello no debería molestarme tanto pero lo hacía y como no lograba descudriñar el motivo, comence a darle vueltas a lo que podría decirle o hacer esa mala pecora. Tumbada boca arriba en mi amplia cama, admití que, santo o no santo, era un tipo curioso. Rogue a Ceipheid que fuese bueno, que realmente, ofreciese sus saberes sin buscar un beneficio. Mi madre se ponía muy enferma en invierno.
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-Me gustaría saber quién era aquella defensora del pueblo llano. -Comenté a mis ayudantes mientras comiamos en el restaurante que nos recomendó el dueño de la única posada del pueblo, posada que era su propio hogar. Hogar en el que sólo residía él y su esposa.
-¿La tipa esa que te dejó en ridiculo delante de toda esa gente? -Preguntaría Bricus esparciendo un montón de migas de pan pues aún tenía la boca llena.
-Sí. -Asentí. -Me pareció muy valiente. -
-Yo diría incosciente. -Me corrigió Isabella antes de echarse un poco de agua en un vaso desde una jarra de lo que supuse al tocarla sería ceramica barata. -¿Acaso no ha oido hablar de las grandes obras que Ud realiza? Ud merece mucho más respeto. -
-Lo dice una que me trata más como un hermano que como a su respetable maestro. -Le recordé con sorna.
Bricus se echó a reir, supongo que Isabella debió de poner morritos como hacía cada vez que se sentía ofendida. Muy en el fondo me sentía agradecido de que Isabella fuese como era. Mientras Isabella volvía a colocar y meter nuestras cosas en la bolsa de piel de tamaño mediano que llevaba colgada a lo largo del camino, Bricus y yo decidimos dar un paseo por el pueblo.
-Si te sientes con fuerzas... -Me diría él dejando escapar una risita traviesa al dar los primeros pasos alejandonos de la posada.
-Claro que me siento con fuerzas. Sólo necesito un tiempo sin usar magía. -Le informé frunciendo el ceño fingiendo estar muy molesto por sus palabras. Bricus haría dejaría escapar un ah burlón ofreciendome su brazo derecho. Era todo un bribón pero también se podía apreciar en él gran fidelidad y aprecio. Mal hablado y orgulloso de su afición a robar pero siempre alegre y fanfarrón. Hablar con él era un no parar de reir. Erik siempre fue más formal y Gerom era en ocasiones demasiado serio. Pasando por la calle más importante, la que conectaba todas las otras callecitas nos toparíamos con otra muchacha. Al instante de que Bricus me describiese en un susurro su apariencia supé que no era ella, la osada muchacha del otro día. Me decepcione porque su voz me pareció bastante similar.
-¿Podría acompañaros? -Me pidió.
Bricus me miró como siempre he deducido que hacía antes de hacer algo, yo simplemente me encogí de hombros. La muchacha no necesito escuchar una confirmación. Fue un paseo corto porque el pueblo no era muy grande pero entretenido. Bricus y la muchacha no parecían encajar, había algo en sus voces o en las cosas que iban diciendo que lo dejaba bien claro. Desde ese día comprendí que Bricus además de talentoso y rapido con la espada, era el mejor descubriendo y desbaratando seductoras. Ni corto ni perezoso, le soltó:
-Mira guapa, por si no lo sabes el maestro Rezo es un erudito y los eruditos a diferencia de muchos sacerdotes no son de los que pierden el tiempo con mujeres. -
La pobre muchacha se quedó tán al descubierto como avergonzada pero antes de marcharse me hizo una advertencia:
-Oh, cúanto lamento haberle hecho pensar eso, si le he ofendido, ya me marcho pero antes me gustaría hablaros de una muchacha del pueblo de la que debeis tener cuidado, dicen que va seduciendo a todos los buenos hombres del pueblo y también dicen que se vende en la ciudad más cercana. -
Nos dejó a Bricus a mí muy desconcertados. ¿Cuidado? Si pero ¿en qué sentido? Bricus no le dió tanta importancia, todas las muchachas, por muy rameras que fuesen, tenían un respeto enorme hacía los sacerdotes, ellas nunca osaban a acercarse a ellos y todos los jovenes que ansiaban ser sacerdotes solían elegir ordenes que consintieran el matrimonio. Bricus sabía bien todo eso porque su padre había sido uno de esos jovenes, claro que Bricus nunca lo fue. Pero yo si se la dí, ninguna mujer, por muy mala que fuese su condición social o economica, debía verse obligada a realizar ese trabajo, si esque a eso se le podía llamar trabajo. Volviendo por donde habiamos ido, lo hablaría con él.
-¿Tú qué crees que querría decir con eso de que tengamos cuidado? -
-Pues... A lo mejor tenía miedo de que te sedujese como a los hombres de la aldea. -Respondió Bricus divertido. -Pero no vale la pena pensar en ello, ninguna de las que van por libre se atreverían y bueno, las que lo hacen en casas de placer... Dudo que lo hagan porque ellas no son las que mandan. -Añadió explicandome con detalles innecesarios el motivo por el que no había que darle importancia. Yo le escuche sin dar credito a la clase de cosas que sabía, para ser tán joven. Pasando por la zona en la que estaba la posada, Isabella con sonoros gritos nos haría saber que todo estaba listo para marcharnos cuando yo lo quisiese.
-¡Todo está listo para continuar con nuestro viaje! -Exclamaba con vigor.
-¡Estupendo! Por cierto, ¿sabes que una muchacha ha intentado coquetear con nuestro maestro Rezo? -Tardaría en contarle Bricus a Isabella. Isabella le demandaría más información instantaneamente:
-¿¿En serio?! ¡Cuenta! ¡Cuenta! -
-Se nos acercó una joven del pueblo y se puso a preguntarle cosas al maestro Rezo poniendose muy melosa... -Le transmitió Bricus pero el grito de sorpresa e incredulidad que dió Isabella obligó a Bricus a dejar de hablar.
-¡Qué verguenza! ¡Nuestro maestro Rezo no es esa clase de hombres! -
-Tranquila mujer, en cuanto la calé, se lo dije y salió escopetada. -La tranquilizó Bricus colocando sus manos sobre sus hombros obligandola a entrar al interior de la posada, yo camine a su lado sin decir palabra. ¿Qué podía decir a esos dos? Dijese lo que les dijese, ellos casi nunca me hacían caso, bueno, no como a mí me hubiese gustado. A veces pensaba qué por mucho que me esforzase en ponerles normas que acatar, ellos eran mis ayudantes a su manera. En la soledad de mi cuarto sentado sobre la cama, acariciando el suave tejido de mi bolsa de viaje, la única que he poseido, ya cerrada con todo empaquetado y ordenado en su interior, medite como lo hacen los jovenes sobre esas criaturas tán hermosas y perturbadoras que eran a veces las mujeres. Para mí, sólo eran voces y figuras imaginarias como bien podían serlos las hadas. Una belleza inconcreta que no me sería permitida identificar con mis otros sentidos, ya que en innumerables lugares tocar a una dama en según que zonas estaba prohibido y no me refiero a zonas muy intimas, me refiero a zonas como la mano o el brazo. Te imponen pagar una cantidad de oro, mayor o menor según la zona tocada. Sin olvidar el hecho de que a los eruditos se le prohibe el contacto carnal con mujeres.
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Volviendo a leer uno de mis libros sobre leyendas y creencias populares en tiempos de los grandes sabios como Lei Magnus o incluso en tiempos más antiguos me dí cuenta con cierta rabia de que todas los principios y leyes morales que en nuestros días se han de aceptar y cumplir antes no eran tán duros o extremos. Para mi creciente enojo las mujeres que fueron admiradas o tratadas como criaturas portadoras de vida y grandeza fueron perdiendo esos valores gracias a unos cuantos sabios, varones hasta que llegó uno que trató de recordar algo de esos tiempos favorables para las mujeres, Themis Ulcies, que vivió esa epoca tán complicada y llena de cambios que el gran sabio y gran filosofo Lei Magnus vivió. Si deseo ser hechicera en vez de sacerdotisa es gracias a ese gran sabio. Tumbada sobre la cama con las piernas cruzadas hacía el aire pasaba mis ojos de claro color sobre los oscuros escritos que llenan cada amarillenta pagina de ese gastado y antiguo libro. Me mordí el labio inferior cada vez que venía a mí mente las palabras de mí madre, no le fue fácil desposarme con algún buen muchacho, porque generalmente no se lo ponía fácil, pero nunca se rendía y al final lograba encontrar más interesados, sigilosas lagrimas caían por mis mejillas antes de que mi madre me insistiese en que fuese al gran mercado que se celebraba en la plaza para comprar comida u otros neceseres. Siempre despidiendose con estas palabras:
-Cariño, procura comportarte como una dama, no hagas que las gentes piensen que tú eres esa muchacha de mala vida. -
Yo salía de nuestra bonita y sencilla casita construida parte en piedra, parte en madera, asegurandole que me esforzaría mucho en mostrarme como ella suplicaba a Ceiphied que me mostrase con una gran sonrisa. Caminando hacía con la mirada al frente vestida como una muchacha de bien debía, con mi pañueleta y mi vestido a juego, a veces, a cada paso que daba, fantaseaba con ser esa ramera de la que hablaban. La bella y requerida cortesana que todos los hombres, hechiceros, sacerdotes o grandes gobernantes deseaban conocer y probar su cuerpo a cambio de unas pocas palabras. Conocimiento a cambio de placer. No tener que ofrecer mi cuerpo por obligación, como ha de hacer toda buena esposa, a un hombre que ni sabía si me iba a apreciar o no. Al llegar y dar una vuelta por los diferentes puestos, todos llenos de productos traidos de los más variados lugares, algunos de lugares más allá del desierto de la destrucción, Nereida al verme, se aproximaría hasta mí para contarme su acercamiento al Monje rojo.
-¿Sabes? Dando un paseo con él le hable de tí y tus sucios pasatiempos. -
-Qué sorpresa. -Exclamé con voz monotona. -Aparte de hablar de mí, ¿te atreviste a preguntar cúal es su motivación para curar a la gente gratuitamente? -Añadí sin perder la calma. Suposé que no se atrevería pero sí se atrevió, ella asintió con alzando la cabeza prepotente pero no dijo que el Monje rojo le dió una respuesta muy vaga, que no fue ni la mitad de sincero de lo que sería conmigo.
-Dijo que no había nada que temer, que no era tán codicioso como tú te crees. -
Alce una la ceja derecha con gesto de fingida rendición. Pronto conocería a mi futuro esposo y me marcharía con él a la ciudad para preparar la ceremonia y demás que me ataría a la vida que mi madre deseaba para mí. Ya no habría libertad de escoger un amante con el que ir más allá de lo permitido y ni habría libertad para desarrollar mis talentos. Que les sacase el dinero como muchos otros habían hecho con mi madre me daría absolutamente igual. Adquerí las cosas que mi madre me había enumerado antes de salir llevandolas todas ellas en una cesta de tamaño mediano de mimbre pero unos tejidos de fuerte y deslumbrador color rojizo captó toda mi atención. Fue hacía ese puesto como hipnotizada. Frente al orondo comerciante, que con sumo gusto y picaros ojillos me entregaría la tela roja, pasaría las manos sobre ella, con un gozo casi erotico, se me ocurriría una locura, la última locura antes de convertirme en una devota esposa. Las monedas de oro que con tanto esfuerzo ganaba en la ciudad dejandome las manos limpiando las amplias superficies de suelo de mansiones de muy distintas y distinguidas familias pasaron de mis manos a las regordotas manos del comerciante como bien se demandaba. Como una niña que acabase de encontrar un gran tesoro corrí a mi cuarto para ponerme manos a la obra y convertir esa preciosa y aterciopelada tela en un vestido que dejase a todos con la boca abierta, especialmente a todos los hombres. Ceñido y muy sinuoso añadiendole algunas cintas de vivo color dorado por las mangas o por entre la zona que unía la parte de la larga falda que dejaba asomar parte de una de mis largas y claras piernas. Con la tela sobrante me hice una especie de ciara igual de roja que el vestido. ¿No andaban diciendo que era una mujer de mala vida? Yo les iba a mostrar a esa mujer de mala vida de la que tanto se temía.
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Unos golpes en la puerta de mi cuarto me sacaron de mi larga introspección. Alzando la cabeza hacía donde suponía estaba la puerta, aclarandome la voz, dije:
-¿Sí? ¿Quién me busca? -
Una voz femenina que reconocí al momento, respondió:
-Lamento molestarle y más sabiendo que pronto se marchará pero me gustaría pedirle un favor, si Ud me lo permite. -Comenzaría a hablar la esposa del dueño de la posada.
Con una sonrisa resignada, le anime a entrar. La cerradura de la puerta emitió un ligero sonido que me indicó que la mujer estaría dentro en apenas unos segundos. El conjunto de pasos que escucharía me confirmó que se la mujer no iba sola. Que se arrodillase al pedirme ese favor que tanto deseaba pedirme no me produjó ninguna satisfacción u orgullo, todo lo contrario, haría que les rogase yo que se pusieran en pie o que se sentaran a mi lado y tratasen de comportarse conmigo como lo que era, un hombre. Tomando sus manos entre las mias la ayudaría a levantarse poco a poco.
-Por favor, no es necesario que se arrodille ante mí, digale a su amiga que se acerque, hare lo que pueda. -Fue todo lo que le dije exhibiendo una tierna sonrisa. La mujer debió de asentir con la cabeza y hacerle un gesto a su acompañante para que se acercase.
-Muchísimas gracias, Monje rojo. No soy digna de recibir su prodigioso don sobre mi. -Murmuraría la mujer llena de algo que superaba la confianza, algo de intensidad parecida a la fe. En aquel momento sus palabras me conmovieron bastante, sentí mis ojos bajo mis parpados humedecerse pero conseguí no llorar. ¿Qué clase de santo llora? Los que lloran son los que buscan al santo y el santo nos apacigua y consuela desprendiendo serenidad y bondad. Sentandose timidamente a mi lado en la cama, entrelazaría sus manos con las mias, su piel era aspera, debido al continuo trabajo que un ama de casa realiza pero sus dedos eran alargados y finos como los mios o como los de un artista. La mujer dejaría exclamar un gran oh a medida que recitaba el conjuro sanador y de entre mis manos iba surgiendo una luz que se extendió por todo el cuerpo de su amiga. No me aventuré a preguntar si había funcionado o no. Lo único que me preocupaba en aquel momento era tumbarme en la cama y dejar la mente volar. Las mujeres se marcharían muy agradecidas, tanto que la que fue curada me dijo con voz entrecortada:
-Yo no poseo grandes cantidades de oro... Sólo lo justo para que mi hija y yo vivimos... Pero le prometo que mandare a mi hija con algún obsequio adecuado para Ud, su grandeza. -
Sonriendo negué con la cabeza diciendo:
-Mi buena señora, no es necesario. Forma parte del deber que elegí desempeñar. -
Al escuchar de nuevo la cerradura al cerrarse, suspiré y me deje caer hacía atrás. ¿Mandaría a su hija? ¿Debía verlo como un regalo de las deidades o como una prueba? Sé que los eruditos y sabios eligen destinos solitarios sin contacto carnal pero ¿los santos también debemos ser extrictamente puros? Derramamos nuestro amor y bondad pero no sobre la persona especialmente amada.
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Si voy a entregarme a un único hombre, al que me entregare tanto en cuerpo como en alma, antes quiero, necesito, deseo ofrecerme a quien yo decida. Ese será mi último acto de libertad, como cuando siendo niña tentaba con la esperanza de ser correspondida al único joven del pueblo que me hacía sentir yo misma. Que escuchaba encantado las historias que se cuajaban en mi tierna mente sobre diosas dragones y demonios monstruosos que las intentaban secuestrar. Que tomaba mi mano y unía sus labios rosados sobre los mios largas horas, que tumbados sobre la hierba colocaba su cabeza llena de rizadísimos cabellos sobre mis senos carentes de la forma propia de un seno. Él siempre fue un muchacho muy reservado, sus ojos mostraban un deseo de esos que lo abrasan todo pero estaba tán bien educado que se contenía y contentaba con besarme y abrazarme. Oh Ceiphied, ojalá no se hubiese marchado a la ciudad. Colocando sobre mi cuerpo desnudo pero recien aseado y perfumado mirandome al espejo recuerdo algo que comentó una de las muchachas que siguen como perritos falderos a Nereida. El santo, el conocido como Monje rojo se le da un aire a mi amor de la infancia, cabellos muy oscuros, tán oscuros que bajo la luz del sol o la luna brillan adqueriendo un tono purpura pero los del Monje rojo son mucho más lisos y disciplinados. Pasando mi viejo cepillo por mis cabellos frente al espejo arrugó mi frente al igual que la hermosa y provocativa joven del reflejo y aunque ambas intentamos sonreir, el recuerdo de nuestro primer amor nos ha puesto un poco sensiblonas. Al colocarme la imaginativa ciara roja en mitad de mi cabeza como si se tratase de una barca de apasionado color abandonada en mitad de la zona alta de esas cascadas que son mis cabellos largos y ondulados sobre toda mi espada y mis hombros hasta finalizar en mis senos o un poco más abajo, comienzo a envolver todo mi cuerpo con una capa de oscura tonalidad de lana con una capucha, que siempre viene bien tener, justo a tiempo antes de que mi madre entrase a mi habitación para pedirme visitar al Monje rojo. El cabreo fue gigantesco por mí parte.
-¿Y por qué he de visitarlo yo y hacerle entrega de un obsequio? -Preguntaría mirandola con expresión de fastidio. -¿Acaso fuiste a rogarle que te curase? ¡Madre, no podremos pagar su gran servicio con una simple tunica! -Le regañaría al darme cuenta de lo que había sucedido a mis espaldas. Pensandolo con benevolencia, tenía su gracia pues era yo la que hacía esa clase de cosas, lo que me negaban, a espensas de mi madre. Ella ni se molestó en sentir un poco de culpa o arrepentimiento, simplemente replicó:
-Cariño, el regalo es cosa mia. Él me curó sin pedir nada a cambio. ¡Tal y como cuentas las gentes! -
Su voz se quebraría de la emoción que le producía recordar ese momento, como con un sólo mantener unidas las manos el mal que le aquejaba aquellos frios días se fue disminuyendo. Resoplando acepté visitarlo y entregarle el obsequio en nombre de mí madre. Entonces, algo me animó, sonriendo con ojos traviesos mientras recorría las calles hacía la posada del señor Roth y su esposa, la campeñana y cariñosa Eva, amiga de mi madre, me dije a mí misma que podía ser divertido jugar como jugaba con mi amor de infancia a descubrir el amor.
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Estaba solo. Les había concedido algo de tiempo libre a Isabella y aunque al principio se negó a dejarme en la habitación solo y poco iluminado, acabó aceptando salir con Bricus cuando insistí en que se fuese con estas palabras:
-Isabella, ve y pasa un buen rato, ahora no preciso de tu compañia. -
-Pero... -
-¡Es una orden! -Termine por imponerle.
Ella abandonaría la habitación arrastrando los pies, sus pasos no parecían alejarse tán rapido como otras veces. No necesite ver su rostro para saber que sus labios estarían apretado y sus ojos caidos haciendo visible su desacuerdo, ella no simpatizaba mucho con Bricus pero cuando se lo imponía, obedecía y permanecía junto a él sin decir palabra. A veces prefería permanecer solo, sin gente con la que fingir una sonrisa o con gente que no lograba entenderme aunque se esforzase. Era entristecedor pero estaba tán acostumbrado a sentirme así que la soledad era como la hermana de la oscuridad y como buenas hermanas me costaba separarlas. Claro que sentado sobre la única silla que había en la habitación apoyado sobre la lisa y polvorienta superficie de la mesita de noche con la minima luz y el agradable calor que producía una vela esperaba que ese día llegase a su fin, que pronto la luna ofreciese su, sin lugar a dudas, bello rostro acompañada de muchas pequeñas lucecitas como se solía describir en las historias que me leía Isabella de vez en cuando. Cada día que pasaba allí era espera, una larga espera aunque Bricus hiciese de esa espera algo menos lento o desasogante. Suspirando pasaba mis dedos cerca de la fuente de ese calor, una mala costumbre ya que podría quemarme y pensaba en que a ningún sabio se le había ocurrido mencionar lo solitaria y cansada que podía ser la vida de alguien considerado santo por las gentes. Momentos después, cayendo en un dulce sueño, el llamar a la puerta, me espabilaría repentinamente. Separando bruscamente mi rostro de la pulida mesita, con voz forzada, diría:
-¿Quién es? Ya es tarde para favores, ¿no cree? -
Sabía que sonaría grosero pero los santos también tienen momentos en que se encuentran cansados o sin ganas de realizar milagros, pero apretando los labios con el ceño levemente fruncido, me levanté y camine hacía la puerta con una mano extendida, poco a poco ganaba seguridad y conocía mejor la habitación con sus pocos obstaculos. La voz que me respondió era de mujer, de mujer joven y probablemente hermosa.
-No deseaba pedirle ningún favor. Sólo venía a hacerle entrega de un obsequio. -Me informó.
En ese momento caí en la cuenta, las palabras de la última persona curada aquel día llegaron a mí mente. La dueña de aquella voz debía de ser su hija. De inmediato me inundó una verguenza incomprensible, ¿qué pensaría de mí? ¿qué pensaría del llamado santo? Era un hombre hecho y derecho y empece a perder la entereza como un jovencito. Me aclaré la garganta y la invite a pasar. La cerradura emitió un click al ser accionada y el leve gruñir de la puerta fue el siguiente sonido que llegó a mis oidos.
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Era él, era el hombre que yo consideraba tán hipócrita y vanidoso como tantos otros de su cargo, puede que más, sin embargo allí frente a él observandolo de pie en una habitación tán sólo iluminada por la llama de una fina y bastante derretida vela, no me pareció ver tanta grandeza. Quizás fuese un tacaño y por eso había escogido una de las pocas habitaciones de las que disponían los señores Roth pero a lo mejor volvía a equivocarme. Lo que pude apreciar al caminar hacía la llama era que era ciego pues caminaba con un brazo levemente flexionado y la palma de esa mano extendida hacía delante. Realmente la gente tenía razón, un monje ciego de rojas ropas que podía curar toda clase de enfermedades y dolencias. En su sonrisa no me parecío ver arrogancia como en tantas otras, sino un nerviosismo y un pudor encantador. Camine hacía él sin saber cómo actuar, automaticamente como un titere sosteniendo la larga capa que madre había ido tejiendo y decidió finalizar para él, para su santo sanador. Su tunica era tán roja como mi vestido bajo la capa de oscuro color que lo ocultaba. Se sentaría sobre la vieja silla de madera pero no como lo haría un joven, más bien como lo haría un hombre más maduro y cansado. "Qué tipo más extraño eres, Monje rojo" pensé parada a su lado con los ojos fijos en su rostro. Las palabras que brotaron de sus labios me despejaron, retomando el motivo de esa visita no tán deseada de hacer.
-Bueno si tán sólo se trata de eso, puedes dejarlo en la mesita y marcharte. Me figuro que esto no formaba parte de tus planes. -Me indicó con voz suave.
Por cortesía negué rotundamente lo que había deducido pero mi verdadero yo se moría de ganas de soltar una confirmación sárcastica e hiriente. Estaba jugando a ser la dama que todos mis conocidos deseaban que fuera pero me dió la impresión de que no era la única que se moría por mostrarse tál y cómo era. Cogiendo con cierto atrevimiento sus manos, extendí sobre ellas la capa doblaba y dije, haciendo otro gran esfuerzo, por bordar mi papel:
-En nombre de mi madre y mio, le estamos muy agradecidas. Tome esta capa como muestra de nuestra gratitud. Mi madre la tejió a mano. -
Él sonrió pasando sus manos sobre el amoroso tejido y respondió:
-Muchas gracias, la cuidaré como un tesoro. -
-¡De eso nada! -Exclamaría yo dejando a un lado mi papel de niña buena. -¡Premeteme que te la pondras todos los dias! -Viendo como la dejaba en la mesita alejada de la vela.
Al ver que su sonrisa crecía me dí cuenta de que a lo mejor me había expuesto demasiado, él todavía recordaba mi actuación en la plaza. Sus palabras así lo demostraban.
-Tú voz ¡Sí! ¡Sin lugar a dudas, tú eres la osada muchacha de la plaza! ¡La que pusó en tela de juicio mi buen hacer! -Exclamaba pero para mi sorpresa sin ningún rastro de enojo. Las palabras le salían llenas de satisfacción, como si hubiese encontrado algo que ansiaba. Y alegría.
Puse una mueca de espanto que él no vió pero sacando chuleria, esa chuleria muy que a tantos gustaba y a tantos otros preocupaba, contesté jugueteando con mis cabellos:
-¡Exacto! La muchacha más odiada y envidiada del pueblo. ¡La de mala vida! -
-Fascinante... Sencillamente, fascinante... -Diría él como si me examinase atentamente. -Pero sigo sin comprender por qué una muchacha tán inteligente y seguramente hermosa vende su cuerpo en la ciudad. Ninguna muchacha debería hacer eso aunque pase apuros economicos. -Añadió volviendose su armoniosa voz apesumbrada.
Me mordí el labio inferior enrabietada. Era cierto que esa bruja de Nereida le había soltado las mismas mentiras que soltaba a todos sobre mí. Como parecía preocupado y apenado por mí, por esa situación tán tragica, respirando hondo, desplegando toda la sensualidad que logre en mi voz, caramelosa como una ramera debe de ser, trate de tranquilizarlo:
-Lo que haga o deje de hacer con mi cuerpo es cosa mía, nunca me he visto obligada a eso, si lo ofrezco es porque yo así lo decido. -
Mientras le iba exponiendo mis libertinas e inmorales ideas fuí desprendiendome de la capa, que caería al suelo al desatar los gruesos cordones que la mantenían sobre mi, revelando mi otro vestido como si muy simbolicamente me hubiese desprendido de ese yo falso, creado para complacer a mi madre y acallar rumores que no serían acallados nunca.
-Advierto en tus palabras que a diferencia de tantas otras, no te sientes nada avergonzada... Qué extraño, creo que eres la primera que conozco que se enorgullece de ello. -Pensaría en voz alta con gesto reflexivo, sujetandose el mentón con una mano cerrada mientras la otra sostenía ese codo bajo la manga de su tunica roja. Como en ningún momento ni sus gestos ni su voz o palabras despedían enojo o severidad ante las cosas que le iba revelando de mí, de mi yo más pícaro, continue actuando como no podía actuar ante ningún hombre o joven, fascinandole cada vez más.
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Estaba siendo excesivamente curioso y ella demasiado atrevida. Había algo en ella que me gustaba, me gustaba mucho. ¿Eran sus palabras? ¿El modo en que las iba haciendo salir? o ¿era sería su perfume? Había algo en ella que despertaba el deseo de tenerla muy cerca y tocarla, tocarla como un hombre. Qué monje más perverso, qué santo más falso, yo que debía desenvolverme sin vacilar, sin llenar mi mente de esa clase de deseos, egoistas y mundanos, pensaba más como un hombre joven que como un sabio o como el santo que tanto decían que era. Sólo quería sentirme amado, amado como un hombre no como una deidad o una criatura sagrada. Así que ya que ella se comportaba como toda una mujer, yo también empece a comportarme como un hombre.
-¿Sabes? No creo que sea cierto que vayas a la ciudad a prostituirte libremente pero sí empiezo a creer que te gusta seducir a los hombres del pueblo. -Le dije adoptando una voz calmada, elegante y tán pretenciosa como la suya. -¿No te parece bastante sucio que tienes que seducir a un monje de mi prestigio también? -
La risilla que salió de sus labios fue justo la que imaginé que saldría, tentadora y ardiente como un dragón hembra en celo, se aproximaría lenta y sensualmente hacía mí agachandose un poco, de modo que nuestros rostros quedasen a una altura igualada y nuestras narices muy cerca, casi rozandose, con dos largos y ondulados mechones de su sedoso y bien cuidado cabello cayendo sobre su rostro sin llegar a tapar del todo sus ojos, mejillas, nariz o boca, admitiría con voz traviesa:
-Pues yo acabo de darme cuenta de cómo es realmente el Monje rojo y no me parece nada blasfemo. -
Quise besarla como besan los heroes a sus damas en las leyendas populares, como besa un apasionado y valiente caballero a su hermosa y tanto tiempo desea princesa. ¿De verdad era capaz de ver al hombre? Todos veían en mí o un santo o una aberración. Retirandole los largos mechones con los dedos de ambas manos lance la indirecta más directa que ningún hombre le había lanzado en su joven vida:
-Eso está bien, asi ninguno ira al abismo. -
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Aquello empezaba a ir más lejos de lo que en principio me imagine. Él parecía dispuesto a tomarme en vez de apartarse avergonzado como solía hacer mi jovencísimo amado. Por un momento me sentí turbada, si llegamos hasta el final, ¿qué sería de mí? Ya no era una cuestión moral o de pudor, era una cuestión biologica. Me quedaría preñada y eso no sería fácil de ocultar, las mujeres jovenes son más fertiles que las mujeres de más edad. Sus largos y claros dedos se entremetian entre mis cabellos mientras esperaba mi siguiente movimiento, sonriendo porque por mucho desagrado que causase a mi madre el embarazo y aunque fuese abandonada, la futura vida que surgiría de nuestra unión carnal podría ser un maravilloso motivo para arruinar el desposamiento, me lance como quien se lanza a un profundo y oscuro agujero, a realizar la siguiente jugada, con valentía recreandome en la diversión que me producía obligar a mi timido y primer amante que pasara sus temblorosas manos sobre mi cuerpo, sujete las suaves y bonitas manos del Monje rojo diciendole:
-Sea lo que Ceiphied quiera. -
Y procedí a ayudarle a tener una idea más clara de como era sentandome frente a él. El modo en que fue palpaldo el mi piel bajo el tejido de similar suavidad que el de su tunica no tendría nada que ver con el torpe deslizar de dedos que empleaba mi primer amor y primer amante. Sus besos tampoco tendrían nada que ver. A medida que la cosa iba tomando latitudes calientísimas comence a pensar que algunos hombres deberían ser como ciegos a la hora de amar a una mujer.
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Me sentía como un niño que abre el regalo que tanto ha esperado a abrir. Ya el mero hecho de poder tocar su rostro y sus cabellos era como estar en el paraiso, me gustaba mucho sus cabellos, acariciar sus largos mechones, enredar mis dedos entre los cabellos que los componían, me traían recuerdos de los pocos momentos felices que viví de niño, además eran tan largos, parecían interminables a sobre su espalda. ¡Oh! Pero el roce de su piel, la tersura de la piel de su frente o de sus mejillas, sin una sola arruga aún, desprendiendo una juventud que la hacía muy deseada acompañada de ese caracter indomito y liberal que ni las muchachas más ricas de las ciudades podrían hacer gala. Una suavidad con la que sólo puede rivalizar la de sus labios, labios que se humedecen como deseosos de tocar los mios pero no les concederé ese privilegio tán inmediatamente. Quería hacerme una idea más solida de como era ella, cada vez que se volteaba para mirarme, frente a frente, en vez de arrearle uno de los contundentes golpes que arremeten muchos hombres, le sonreía y volvía a colocarla como yo consideraba oportuno. Toda ella olía a bosque, como si no fuese una vulgar muchachita de pueblo sino una hada o una criatura del bosque, aspiraba con fuerza ese perfume que contaminaba y edulcoraba el aire que llegaba a mis pulmones, mi corazón se aceleró al pasar mis dedos guiado por ella por la primera zona muy femenina e intima de su curvilineo cuerpo, ella debió de ver como mis mejillas ganaban color pues dejando escapar una risotada, me confirmó lo percibido.
-No llevo ropa interior bajo el vestido. Espero que eso no os haya desconcertado, Monje rojo. -
-No me extraña que tengas tán mala fama. -Le comenté yo disimulando el corte.
Me obligaría a detenerme en esa zona, a acariciar e incluso a estrujar levemente sus redondeados y firmes pechos bajo la teja del vestido, mi respiración se volvía irregular a medida que me conducía más abajo, pasando por su vientre hasta detener mis manos en la zona aún más intima y prohibida de su cuerpo. "Bueno, no creo que sea un terreno virgen" me dije a mí mismo pensando que muchos otros ya lo habría acariciado, lamido o penetrado con sus dedos o con sus sexos. A traves del tejido, presionando los dedos, se podía sentir el tupido vello pubico, como una alfombrilla que ocultase el tesoro que ella me brindaba descubrir. ¿Cúantas monedas de oro tendría que pagar un hombre si era descubierto tocando esa zona? Estaba seguro de que sería un precio que ni un rey podría pagar pero estaba mereciendo la pena.
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Lo tenía loco de placer y eso me excitaba a la vez que preocupaba. Todo mi cuerpo deseaba con mayor ansiedad que sus labios lo recorriesen con la misma intensidad y lentitud que lo habían hecho sus dedos pero habría que despojarse de la tela que era la única barrera entre él y yo pero eso, eso le costaría realizar algo para mí placer, mis ojos también deseaban recorrer su cuerpo y desvelar asombrados cúan atractivo podía ser. Apartando sus manos de la zona inferior de mi vientre, en la cúal ya emanaba los pelos que surgen en la adolescencia junto con la primera sangre y el crecimiento de los senos, me alejaría un poco de él para tomando la vela entre mis manos frente a él exigir lo que llegado ese punto exigía maliciosamente a mi joven amado, el cúal se marchaba con el rostro enrojecido, para acabar siendo encontrado por mí calmando sus deseos con el agua bien fria de un rio.
-Ahora que ya te has hecho una idea más clara de cómo soy, es tú turno, despojate de esas tunicas de santo y muestrame al hombre. -Le propusé escogiendo las palabras que creí serían más adecuadas. Palabras llenas de dobles sentidos. Palabras que surgían de mis labios casi sin pensar, como poseida por el juego de seducción al que jugaba con mayor destreza.
Él no dijo nada, aún sentado mientras se frotaba las manos con el rostro un poco girado, pareció adoptar una expresión de indicisión, arrugando la frente y manteniendo los labios muy cerrados. Pasaría un ratito antes de que chascase la lengua y poniendose en pie se dispusiese a despojarse de su tunica de fuerte tonalidad roja. Me quedé sin habla. Su cuerpo no tenía nada que ver con el cuerpo que muchos monjes poseían, flaco o desgarbado, parecía más propio de un caballero o de un bandido, de alguien que ha realizado mucho ejercicio fisico a lo largo de su niñez y adolescencia. Su torso, la parte al descubierto era fibroso y esbelto, muy masculino pero el modo en que mantenía su cabeza gacha con una mano sobre la otra, me haría sospechar que no se sentía muy orgulloso de su fisíco. Era ciego, por lo que nunca se habría podido ver al acercarse a un espejo, por lo que sólo tendría una imagen de si mismo elaborada a partir de lo que la gente de su alrededor le hubiese dicho. Los pantalones que aún llevaba no eran tán elegantes ni de tán buena calidad como la tunica pero también tenían un color rojizo muy marcado. Toda su piel era muy clara y no había rastro de cicatrices o suciedad. Todo en él parecía muy puro. Me humedecí los labios y dejando la vela en la mesita de madera con cuidado de no quemar el obsequio que mi madre había realizado para él, me acerqué a él. Fundiendonos en un beso, permitiría que sus manos rodeasen mis caderas y fuesen tirando del improvisado cinturón hecho a partir de cintas doradas de tamaño mediano para que el vestido cayese dejando al aire todo mi cuerpo. Listo para llegar a la última parte de ese juego en el que nos habíamos volcado como dos espadachines enfrentados hasta no quedar ninguno en pie.
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¿Fue ese beso humedo, largo y apasionado que nos dimos lo que acabaría por avivar sin oportunidad de recapacitar y mandarla de vuelta a casa ese deseo palpitante en mí que acaloraba y me dominaba como el fuego? Cassio, conocido en cualquier zona roja de todas las ciudades de todos los reinos, opinaba que las fulanas sabían enloquecer mejor a un hombre que muchas esposas, que en las casas de placer se les enseñaba a despertar toda su sensualidad y belleza para complacer a toda clase de hombres. Si era una muchacha de bien, de familia humilde pero buena, ¿cómo era posible que supiese besar y ofrecerse tán bien? En ningún relato o leyenda amorosa lo describen con tanta fogosidad, los sacerdotes obligan a moderar esas narraciones. Iriamos hacía el lecho, el estrecho y limitado lecho y en él dariamos rienda suelta a este deseo que crecía tornandose algo más que deseo. Piel contra piel, con su larga cabellera extendida, respirabamos profundamente, yo para serenar los nervior, ella ¿impaciente o sencillamente embriagada por el placer de tener rendido a sus pies? Nos besabamos y cada vez que mis labios tocaban los suyos la sensación que me producía su humeda suavidad era afrodisiaca, sostenía entre mis manos su rostro, ella se revolvía lentamente, extendiendo sus brazos produciendo un sonido casi insospechado para cualquier otro, respirando e inspirando sincronizada con el bum bum de nuestros corazones. "¿Cómo es posible que pueda haber tanto fuego en una dama tán joven?" pensaba maravillado, preocupado y totalmente cautivado al volver a pasar mis dedos por su cuerpo ya desnudo, sintiendo su piel entre mis yemas y como temblaba al instantaneo roce.
No pude evitar exclamar a viva voz todo lo que se me venía a la cabeza, como un borracho muy, muy bebido. A lo mejor el extasis es eso que te impulsa a hacer eso y más.
-Tu piel es extremadamente suave, ¿cómo lo haces? -Querría saber, necesitaba saber.
Ella se reía, una risa que era como música para mis oidos pero no decía palabra.
-Tus cabellos, tán largos y tán ondulados, parecen cascadas de agua dulce pero eso ya lo habrás oido antes. -Le comentaba cada vez que pasaba mis dedos por sus cabellos.
Ella reía y reía entre suspiro y suspiro, que sonido más agradable era.
Mis manos descendían posandose en sus senos pero mi boca le empezaba a prodigar suaves y continuados besos por su cuello, que se alargaba o encogía al contacto de cada uno de ellos. Pasando mis dedos una y otra vez me convencía con deleite de que eran los senos más perfectos y sanos que jamás había tocado. Sin una sola protuberancia peligrosa, sin aplanarse, eran como a los hombres les gustan. Firmes y para nada caidos o fofos. Me gustaba tocarlos, tocarlos y sentir placer al hacerlo, deteniendome y recreandome. Siendo muy sincero, todo en ella me gustaba y me pasaría horas y horas así, sobre ella, recorriendola una y mil veces, lenta y concienzudamente.
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¡Ceiphied! ¡Qué gran placer me hacía sentir cada vez que me tocaba! Sus dedos no eran tán torpes como en un principio me imagine y tampoco bruscos. Que quisiese tocarme y tocarme no era para nada aburrido o irritante, es más, me humedecía pensando en que si era tán diestro al tocarme por arriba, sería el doble de diestro al tocarme más abajo. No pude controlar los ruiditos de mi boca y los contenidos suspiros se volvieron jadeos. Su boca también era bastante diestra, más de lo que una podía suponer viendo de un monje. ¡Monje rojo deja de fingir ser un santo, deja los habitos y se mi esposo! Sin embargo no era de los que dijesen vulgaridades, era un poco extraño, me adulaba pero de un modo muy de enciclopedia. Fue que haciendo un esfuerzo, le solté:
-¡No soy tu paciente, soy tu amante! ¿O esque nunca has tocado a una mujer sin examinarla como un curandero? -
-Me temo que esta es la primera vez que lo hago como un hombre, lamento haberos ofendido. -Admitió disculpandose él. En su voz se notaba tanta verguenza que casi temí haberle humillado. Madre dice que a veces mi lengua es demasiado afilada y eso podría disgustar a mi futuro esposo. Para mi sorpresa y deleite, no se marcharía con el orgullo herido. Su boca se concentró en lo que debía concentrarse tanto sus manos como su lengua descendieron otro poco por mi lujurioso cuerpo. Iría comprendiendo el motivo por el que una buena muchacha no debía de mantener esta clase de contactos con hombres hasta desposarse, una vez lo pruebas no querrías dejarlo. Al girar los ojos veía como la llama de anaranjados tonos había consumido practicamente media vela de goteante cera. La oscuridad pronto acaería sobre nosotros pero aquella noche a ninguno nos daría tanto temor. Estaba siendo tán amable al proporcionarme tantísimo placer que se me ocurrió satisfacerle, como sólo satisfacen las rameras a sus clientes y por eso son más requeridas que cualquier esposa, pero él, él lo rechazó. ¡Rechazó que le besase su sexo!
-Te agradezco la indecente sugerencia pero lo que más me complace es tocarte. -Dijo con voz tán sofocada como la mia. A lo que yo repliqué:
-Monje rojo, Ud no es como los demás hombre... ¡Y me encanta! -
Eso pareció agradarle muchisímo pues me pareció que sonreía con una sonrisa radiante, de las que no se pueden fingir. Cuando sus labios y lengua llegaron a mi estomago y lo lamieron, me retorcí soltando una carcajada, era una de esas zonas en las que tenía más cosquillas, mi madre me hacía infames pedorretas cuando era muy pequeña y obviamente eso ha ayudado a sensibilizar esa zona. En aquel momento fuí yo la que se ruborizó intensamente mientras me tapaba la boca con las manos.
-¿Me besaras ahí abajo? -Pregunté maliciosa y deseosa de escuchar su respuesta al rato de lograr someter las ganas de reir. Como se detuvo, continue hablando. -Si, es parecido a lo que yo te he ofrecido. Los hombres no lo hacen pero les da gran placer contemplar a una fulana hacerselo a otra. -
-¿C-Cómo puedes saber esas cosas? -Preguntaría él. En aquel momento me daría la impresión de que yo era la adulta y el, el jovencito. -Esos actos están prohibidos y son castigados con la muerte. -Me informó con voz preocupada.
-Mi señor gusta de ir más allá de lo permitido. -Dije con vocecilla y sonrisa sarcástica.
En cuantas ocasiones algunos de los señores a los que servia de criada en largas noches en que sus devotas esposas marchaban lejos de la ciudad por cualquier motivo, esos que debían de ser sus dedicados esposos valiendose de esas largas ausencias hacían llamar a sus fulanas favoritas y deshonraban su sagrada promesa ante Ceiphied y sus cuatro deidades. Yo lo sabía pues yo a veces terminaba tán tarde que al irme las veía adentrarse sin verguenza ni decoro hacía la habitación conyugal. Para verme obligada a aguantar semejante actitud por parte del que sería mi esposo, prefería mil veces ser la ardiente ramera. Él no dijo nada, retomaría lo que tanto le complacía. Al pasar sus dedos por el vello pubico que rodeaba mi humedo sexo, sé que pudo notar cúan humedo estaba, sus dedos se impregnaron de esa sustancia que empapaba los cortos y revueltos cabellos castaño rojizos.
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Fue ironico, luego muy violento, descubrir al recorrer bajando hacía donde debía estar su sexo mis dedos recubiertos de aquella sustancia que producía su propio sexo que éste no se abriría con facilidad para mí. Sus labios estaban aún cerrados como a la espera de su futuro esposo. Hubiese estado bien verlo como un indicativo de que el juego ya había ido demasiado lejos y había que darle un final adecuado pero no, yo hervía de curiosidad y deseo. Muchas mujeres y mujercuelas llegan a los hospicios llevando consigo serias enfermedades de transmisión sexual como una que provoca que en sus sexos aparezcan, en palabras de la propia Isabella, feas heridas y en casos muy avanzados, heridas cuyo denominación más correcta debería ser ulcera, que sí puedo palpar pues aparecen en la espalda o en los brazos y piernas. Las mujeres no temen deshacerse de sus ropas interiores para que las examine ahí abajo pero para mí presenta una situación muy incomoda, generalmente pidó a Isabella, que también es mujer, que las examine y me las describa. No hay nada erotico ni placentero en ello pero es lo más cerca que he estado de conocer esa parte tán secreta de una mujer.
-Por curiosidad, sólo por curiosidad, ¿probable que aún seas una joven casta? -Quisé confirmar, me movía en un terreno del que sólo había oido hablar.
Ella rió maliciosamente y respondió:
-Es que me reservaba para Ud. -
No parecía muy asustada que dijesemos, todo lo contrario, parecía divertirle mi descubrimiento. Me debatía entre lo correcto y el placer cuando ella se apretaría contra mí diciendo:
-¿Te vas a acobardar ahora? Todos los muchachos se acobardan llegados este punto. -
Me estaba retando de nuevo, se le daba muy bien ponerme entre las cuerdas pero tenía razón, si habiamos llegado hasta ese punto, ¿por qué no ir más allá? ¿Habría otra oportunidad como esa? Cassio decía tumbado boca arriba entre jadeo y jadeo agitando su pequeña cintura al compás de la de su fulana favorita que si una mujer se ofrece libremente a tí, tú, como hombre, debes tomarla, no sería de hombres rechazarla. Para ser confundido con un chiquillo hablaba como todo un hombre. Sonreí y dije:
-Que sea lo que Ceiphied quiera. -
¿No hubiese sido una pena desperdiciar todo ese fuego que nos envolvía? Dormir en caliente de vez en cuando no tiene por qué ser pecaminoso. Además recordé con rabia, tú jamás serás uno de ellos verdaderamente mientras iba intentando traspasar sus labios cerrados con algunos dedos. Los grititos que soltaría al principio me frenarían, ¿le producíría dolor? Un sonido humedo me señalaría que se estaban abriendo, poco a poco. Su interior era extraño, con partes rugosas y otras más lisas, todas empapadas de esa sustancia que se volvía más pegajosa. Algo al ser tocado pareció crecer como si estuviese vivo, aquello me superaba, aparte la mano y los grititos de la muchacha perdieron fuerza, volviendo a ser un fluir de suspiros o jadeos. Me asombró su reacción al introducir unos meros dedos, mi ritmo cardiaco se desbocaría al imaginar entonces cúan agudos y sonoros serían esos indicios de puro placer al adentrarme en ella y mi cuerpo adquiriría un calor arroyador, como si estuviesemos en el día más caluroso del verano, ¿Sentiría ella también ese acaloramiento? Al sentir sus dedos agarrar y deslizar los cordones del usado pantalón que aún llevaba puesto fui consciente de que me había visto empezar a deshacer los nudos que entrelazaban la prenda ocultando mi sexo.
-Wuauu -Murmuraría con voz entrecortada. -¿Realmente vas a mancillarme? Eres un monje muy perverso. -Había satisfacción en su tono de voz aunque sus palabras pudiesen hacerte sentir muy miserable.
-Claro, alguien tiene que enseñarte lo que sucede cuando juegas con fuego. -Le respondí yo ganando aplomo, deseando casi dolorosamente unirme a ella carnalmente sin más preambulos. Ella me ayudaría a retirarme un poco de ella para que así ella pudiese abrirse de piernas facilitando lo que sucedería al instante siguiente. Bajo mi cuerpo podía percibir como ella también se movía, sus caderas se agitaban acompasadas con las mias. Nuestras respiraciones y corazones parecían batirse en un duelo, como si intentasen superar al otro y nuestras voces eran... Bueno, creo que jamás he alzado tanto la voz en mi vida. Quemamos mucha frustración pues cuanto más calor despedían nuestros cuerpos entrelazados, más nos movíamos. Cada uno sumido en su propio extásis, incapaz de pensar, disfrutando de ese cosquilleo que se extendía volviendose algo, algo tán extraordinario. Algo que muy pocos brebajes o pocimas de ingredientes poco recomendables podría superar. Se sentía bien dentro ella, tanto que ni me dí cuenta de que ella deseaba estar estar encima mio como si fuese la dominante. Supongo que si hubiese sido como los demás hombres como ella decía, me habría enojado mucho y la hubiese forzado a regresar al lugar que le correspondía como mujer pero como sólo percibí el leve pero brusco momento en que mi cabeza dió con el colchón, me era algo sin importancia. Al acercar su rostro pude notar como varios mechones caían acariciandome y sus manos apoyarse en mi pecho. Me gustaba mucho, tanto que llegué a derramarme en su interior. Sí, en pocos días, nuestro hijo iría tomando forma. Cuando ese fuego se apago y la apasión, el arrebato o lo que nos hubiese llevado tán lejos se consumió, la fria y oscura realidad me devolvió la serenidad y el juicio. Todo acto, bueno o malo, tiene consecuencias. El santo tenía que limpiar lo que el hombre había ensuciado con sus deseos animales.
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Al escuchar sumidos en la oscuridad el lamento que surgió de su boca fui plenamente consciente de que el juego había acabado pero sin un final muy adecuado. Si hubiese sido mi esposo, estoy segura de que lo que habría surgido de su boca hubiese sido un grito de alegría en vez de un grito cargado de angustia. Él se echaría todas las culpas le dijese lo que le dijese porque él era el adulto, el responsable y el considerado un santo viviente. Yo me extremecí sintiendome bastante culpable pero nunca me envolvió el miedo a ser rechazada o abandonada como tantas otras jovenes madres sin esposo, culpable de descubrir al hombre detrás del santo. Culpable porque a lo mejor era cierto que no había habido nunca perversión en su mente. En ese momento para no sentirme tán fria y aterrada como una niñita perdida en plena noche en un espeso bosque apretandome contra él, pasando una mano sobre su rostro, su hermoso rostro, humedecido por las lagrimas, le desvelaría alguna que otra cosilla de esas que no nos gusta contar a nadie porque son dolorosas o muy intimas.
-A pesar de haber elegido el complejo y exigente camino de la sabiduria, eres afortunado. -Empezaría a hablar acariciando su rostro con cariño varias veces. -Porque al menos a los hombres se os permite eligir un camino entre muchos caminos. Las mujeres son educadas para aceptar el único que se les impone por el mero hecho de ser mujeres. -
Sosteniendo mi afectuosa mano con su mano derecha, sosegandose, con un hilillo de voz me replicaría:
-Ser hombre no es tán maravilloso como crees. A las mujeres se os ponen las cosas más fáciles. -
-¿Faciles? Supongo que sí pero no hay nada de estimulante en ellas. ¡A vosotros se os enseña magía, se os enseña a montar a caballo, se os enseña a usar una espada, a escribir y leer...! De entre todas esas actividades, a nosotras, bueno sólo a las de familia noble, sólo se nos permite aprender dos, leer y escribir. -Le informé yo intentando no ponerme a gritar indignada y volverme una cria desagradable. Lo que conseguí fue que el pobre se sentiese peor, dando un pesado suspiro, me haría saber lo duro que era ser hombre, hombre y ciego.
-Tienes mucha razón, no lo niego pero dime, ¿alguna vez se te ha exigido dar más de lo que eres capaz de dar porque se supone que eres un hombre y los hombres han de ser fuertes y dominantes? El mundo de los hombres es cruel, en el de las mujeres al menos esa cruedad no va más allá de las manos. -Concluiría con una inteligentísima pregunta.
Me quede callada, me había dejado sin saber que replicarle porque tenía razón, los hombres no sólo eran duros con las mujeres eran duros con todo aquel hombre que no pudiese dar a conocer su hombría como se mandaba.
-Incluso los admirados y deseados caballeros son así... -Añadiría con gran decepción en su voz.
Entonces recordé el reto que Nereida tán encantada aceptó. La respuesta que le dió a Nereida me pareció muy vaga, poco concisa, por lo que habría sido poco sincera. Ya que había conseguido apaciguar la ansiedad del Monje rojo trás lo ocurrido, pensé y porque el hecho de que no hubiese salido corriendo ya era un buen indicativo de que era un hombre con el que una podría ser una misma en que me aclarase él mismo los motivos que le llevaban a ser tán bueno, tán santo y tán querido por las gentes.
-En estos tiempos seguir los dictamenes de la sociedad es una mierda, seas hombre o mujer... ¿Puedo hacerte una pregunta? -
-Claro, te lo permita o no, me la harás de todos modos. -Me permitió él. Su voz había vuelto a adoptar un tono tranquilo y jovial.
-Digamos que es cierto que no haces curaciones a cambio de montañas de oro como tantos otros curanderos y sacerdotes, entonces, ¿cúal es el motivo que te mueve a hacerlas? -
-¡Por Ceiphied! ¿Todavía desconfias de mí? Lo hago porque forma parte de la vida que escogí llevar. -Me respondió resoplando llevandose la mano derecha, que estaba descansando sobre la mia, a la cabeza. Poniendome sentada a su lado, insistí en saber el motivo oculto, estaba tán segura de que había uno que hasta que él no lo admitió no pare de darle la lata.
-¡Eso no te lo crees ni tú! -Exclamaría muy incredula. -¡Nadie puede ser tán bueno! ¡Ni el propio sumo sacerdote del templo principal de Seillune! -
-Si te lo digo, ¿te comportarás un poco? -Preguntó antes de darme otra respuesta con la esperanza de dejar el tema zanjado de una maldita vez. Yo se lo confirme con un energico sí. -Curar a otros me hace sentir bien, me hace sentir que puedo hacer algo... -Su voz se volvió casi inaudible. Por lo que tuve que pedirle que volviese a repetir la última parte en voz alta aunque me dió la impresión de que quizás él no sería capaz de mantener una voz tán clara y tranquila como la que había tenido hasta llegar a ese punto de la conversación. A veces sincerarse es muy dificil, pues te arriesgas a mostrar demasiado de ti mismo.
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-¿Podrías repetir la última parte? Creo que no he llegado a oirla bien. -Me pidió con su bonita voz.
Era algo dificil de decir en voz alta sin sentirme como un monstruo, temía lo que pudiese llegar a pensar de mí, del que medio mundo tenía por santo pero no tenía por qué, si había sido capaz de sacar al hombre que era, si por una noche me hizo sentir un calor más abrasador que el de cualquier llamarada o hechizo de magía negra o a partir del elemento de fuego, ¿por qué ese nudo en la garganta? ¿Por qué no era capaz de decirlo claramente? Ella tampoco era precisamente mejor que yo, es más, ella se había ganado muy mala fama en aquel pueblo y encima se enorgullecía. La admiraba y temía por ello, porque yo no me atrevía a mostrarme aún, tál y cómo me habría gustado. Nos habiamos desnudados y nos habiamos unido carnalmente, ¿qué más necesitaba para admitir que lo que yo quería era abrir los ojos y ver? Ni la fama ni la riqueza me interesaron en lo más minimo. Inspiré profundamente, me aclaré la garganta y sacando aplomo, lo dije en voz bien alta, casi girtandolo.
-Tienes razón, siempre ha habido un motivo oculto y ese motivo es sencillamente que estoy investigando una cura para mi ceguera. -
Silencio. Todo se quedó en silencio un buen rato, dejandome serio y muy tenso, como deben de sentirse los reos ante el veredicto del rey. Tragar saliva se volvió un proceso un pelín doloroso pues el nudo que se formaba fuertemente sobre mi garganta no facilitaba la acción. Mi corazón bombeaba inquieto acompañando mi respiración. Lo último que quería es que la madre del que sería pasados nueve meses mi hijo pensase que era un hipócrita como tantos otros o algo peor. Justo cuando la tensión me estaba trastornando y mi mente se llenaba de pensamientos maliciosos, su voz rompería el silencio, qué alivio sentí.
-¡S-Sabía que había un motivo oculto! -Señalaría con una voz que parecía triunfante. -Pero jamás pensé que sería para curarte a ti mismo. -Añadió con una voz entre sorprendida y avergonzada. -Lamento haberme puesto tán pesada con el tema. -Se disculparía adoptando una voz más cordial.
El rumor de las sabanas al alejarlas de su cuerpo despacio me indicaría que estaba abandonando el lecho silenciosamente. Me ví obligado a verificarlo.
-¿Te vas? -Sería todo lo que conseguiría preguntarle pero al no obtener respuesta, sólo el sonido de sus pies moviendose por la habitación, incorporandome añadí -Por favor, antes de que nuestros caminos se separen definitivamente, ¿no podrías decirme tu nombre? o ¿lo qué haras con el bebé? -
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Con el vestido encontrado, poniendomelo tán deprisa como los dedos me permitían, escuchar esas preguntas, esas dos preguntas, sería como recibir dos flechazos directos al corazón. Cuanto antes me fuese mejor, el prosiguiría con su viaje y yo, yo tendría una excusa para librarme del desposamiento tán indeseado que se celebraría dentro de poco pues si el que iba a ser mi esposo me veía con el niño de otro entre mis brazos, de seguro, lo cancelaría. Como todo en la vida trae consecuencias, el niño que surgiría de mis entrañas sería el mejor recuerdo de aquella noche y del Monje rojo. Mordiendome el labio inferior hasta hacerme sangre, me detuve por dónde deduje estaría la oscura y gruesa capa que ocultaba mi sensual vestido de apasionado rojo. Él no cesaba de suplicar saber por lo menos mi nombre. Con la picardia y la misma malicia que me había llevado a entregarme totalmente a él, como una mujer debe hacer para su futuro esposo, le dí esta contestación antes de dirigirme a la puerta. Con toda la chuleria de la que pude hacer gala.
-Mi nombre es el nombre que a Ud más le guste. -
-¡Eso no me vale! Yo deseo escuchar tu nombre, el nombre que fue escogido por tus padres para tí. -Me espetó caminando hacía mí, al principio me sobresalte pero se me pasaría pronto, al posar sus manos sobre mis brazos. -Yo he sido sincero contigo cuando quisiste saber los motivos que me movian a actuar como un santo. Ahora te toca a ti. -
Tenía razón y dicho del modo en que lo dijo, hubiese quedado como una cobarde y yo podía ser muchas cosas malas pero nunca sería una cobarde. Desviando la mirada, sin atisbar gran cosa porque la cera de la vela había sido derretida hasta el último trocito por una llama pequeña pero imperturbable, le dí el nombre que le pensaba poner al bebe si era niña.
-Orianna. ¿Puedo irme? -
Sus manos se alejaron de mis brazos y finalmente pude irme. El último sonido que dejaría trás de mi sería el de la cerradura siendo accionada. Si llame Tessaurus a mi hijo mayor fue porque para mí siempre fue un gran tesoro, el mejor tesoro que pudó el Monje rojo hacerme entrega, el único hombre con el que comportarme como una igual no era un insulto o una provocación sino algo que me hacía el doble de valiosa. El único hombre por el cúal llore y el único hombre por el cúal rece, al principio enojada porque acabe enamorandome como una tonta pero luego agradecida y comprensiva. ¿Me recordaría? ¿Sería yo como una luz? Yo, entre juegos y provocaciones, le entregue una luz que no pudo ver pero si sentir. Tán calida que le apartaría unos cuantos meses de su desesperada busqueda hacía una luz que sí pudiese ver. Probablemente fue eso lo que le llevó a aferrarse más a esa busqueda, el tener que hacer entrega a otro de esa calida luz que fuí. Al llegar a casa, madre dormía como un tronco, me desenvolví por las habitaciones sigilosa como un espectro hasta llegar a mi dormitorio. Allí sería que me derrumbaría como él se derrumbó todavía junto a mí.
-¡He jodido la vida al mejor hombre que he tenido la oportunidad de conocer! -Exclamaría cerrando la puerta con llave antes de correr y tirarme todo lo larga que era sobre mi cama con un incesante salir de lagrimas que empaparon el almohadón sobre el cúal apoyé mi rostro. -¡Si se enteran, todas sus buenas obras no serviran de nada. Siempre será visto como un putero! ¡Porque no hay manera de convencer a estos idiotas que no soy una mujerzuela! -
Llore hasta caer dormida.
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Aquella noche o lo que quedase de ella, no dormiría muy bien. Las mismas pesadillas que me han perseguido toda la vida me desvelarían varias veces. Qué ingenuo era pensar por mi parte que podría disfrutar como un hombre de una mujer sin futuras consecuencias, consecuencias que tendrían brazos, piernas, cabezacitas, que crecerían conociendome como el Monje rojo no como si fuese su padre y que jamás sería capaz de ver. Yo no era como los demás, yo no era el cansado pero victorioso dragón, yo era la otra criatura, el demonio que se negaba a ser derrotado, a abandonar un mundo que era tán suyo como del dragón. Volvía a despertarme dolorido, tembloroso y sin merecer las pocas cosas buenas que me ocurrían. Claro que a diferencia de otros monjes o sacerdotes de dudosa reputación yo me negué a irme sin más, Orianna no cargaría con nuestro hijo sola. Sentado en la oscuridad me concentre en encontrar una solución con la que ninguno quedase mal parado.
-He decido retrasar la partida un poco más. -Informe a mis aprendices y ayudantes en cuanto nos juntamos para desayunar. A Bricus no le importó tanto como a Isabella, pues dijo:
-Lo que tú digas, a mi me da igual. -
-¡¿Y eso a qué se debe?! -Exigiría saber a gritos Isabella sin embargo, disgustada golpeando la mesa al posar sus manos tán drasticamente. Entonces la preocupación y la sospecha la poseyeron. -¡¿No será por lo de esa muchacha?! ¡La que intento seducirte! -
-¡¿Qué?! -Me alarmaría sintiendome descubierto -¡Claro que no! Yo, yo es que deje a muchos aldeanos sin tratar. -Me defendí tragandome la verguenza. ¿Qué pensarían ellos de mí, de su maestro y única guia moral? Conociendo a Bricus, a lo mejor, empezaría a verme como un igual pero conociendo a Isabella, me lo recriminaría todo lo que durase nuestro camino en común. Ella, a veces, era más como una madre o hermana mayor que una aprendiz o ayudante. Lo cúal era de agradecer pero no siempre.
-Maestro Rezo, esta vida que has elegido llevar algún día acabará contigo. -Me transmitió Bricus cogiendo un trozo de pan que untar de miel, mantequilla o mermelada. El cuchillo hacía un ruido aspero al restregarse contra la miga. ¡Mi pobre Bricus! Qué acertado estuvo. Al acabar de engullir todo lo que pudieron y más, haría que Isabella llamase a las gentes que aún necesitasen de mis servicios. A Bricus le solicité que me acompañase hacía la plaza. El terreno en que se asentaba ese pueblo era bastante liso sí pero había tantas piedras y algún que otro pequeño desnivel.
-Deberías usar el bacúlo de mi padre, yo no lo necesito. -Me ofrecía en alguna que otra ocasión pero yo, yo no me acababa de sentir digno de tál honor. El padre de Bricus fue un sumo sacerdote, por lo que poseyó un hermoso bacúlo como todo sumo sacerdote debía llevar. Yo negaba con la cabeza y me agarraba a él diciendole:
-Contigo tengo más que suficiente. -
Él soltaba una risita aniñada. Al llegar, un buen grupo de aldeanos e Isabella nos estarían esperando deseosos. Estaba bien que se mostrasen tán respetuosos y maravillados pero a veces algunas de sus reacciones me parecían tán desmedidas. Muchos me obsequiaban las cosas que consideraban más valiosas que pudiesen poseer y yo, para no herir sus sentimientos, las aceptaba forzosamente. La naturaleza humana es extraña, cuando eres un don nadie, nadie te ofrece nada, ni se te acercan pero cuando puedes realizar cosas que ellos consideran extraordinarias, te envuelven de amor y presentes. Fue un acontecimiento bastante calmado, aunque me esforce por distinguir y encontrar esperanzado a Orianna entre las muchachas que habían ido con sus familiares enfermos, no había manera de identificarla entre el tantas voces. ¿Me estaba evitando o al haber sido tratada ya su madre no consideraría oportuno presentarse de nuevo? Deseaba compartir con ella lo que había ideado para ella y el bebé.
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Cuando abrí los ojos, madre me miraba con desaprobación.
-¿Qué haces todavía en la cama? Anda, corre y ve a traer un poco de agua del pozo. -Me recomendaría aunque sin suavizar su voz regañón.
Sentandome fijando la vista en la muchacha que me miraba desde el otro lado del espejo, retocandome un poco el pelo pensé "bonita manera de volver al día a día", luego me cambié de ropa frente al espejo, cambié la ciara roja por la pañueleta de siempre recogiendo mis largos y provocativos cabellos dentro y salí a cumplir con la orden de madre. Recorrer la plaza sin sentir locos deseos de gritar cualquier cosa escandalosa que provocase que el Monje rojo riese avergonzado o que su rostro adoptase una expresión de perplejidad no fue fácil pues me moría de ganas pero debía hacerme a la idea de que él y yo nunca seriamos un todo porque las gentes no nos lo permitirían. La vida real no tiene nada que ver con como se cuenta en las leyendas, canciones o cuentos. Cuando gentes de otros poblaciones cercanas supieron de la prolongación de la estancia del Monje rojo, nuestra aldea comenzó a ganar a ganar el número de visitantes. El lugar se volvió más vivo que en ningún otro acontecimiento como ferias o fiestas populares. Me gustaba ver como rechazaba de igual modo que rechazó el regalo de mi madre los presentes de las gentes, obligando a estas a insistir. Era verdad que fue sincero como con nadie había sido aquella noche, eso, para mí, lo convertía en un autentico hombre. De pie junto al pozo vería a algunas muchachas pero para mi alegria y alivio, entre ellas no estaría Nereida. Las muchachas hablaban de lo afortunados que eramos todos en el pueblo de que el Monje rojo hubiese aplazado su marcha.
-Oye, ¿tú por qué crees que ha tomado esa decisión? -Se aventuró a preguntarme una de ellas. -Parecía muy decidido a irse hace un mes. -
-No sé. -Mentí y añadí -A lo mejor es que es de los pocos hombres que cumplen con sus promesas. -
-¡¿Verdad que sí?! ¡Los hombres buenos siempre las cumplen! -Exclamó Claire contenta de que por fin hubiese admitido que era un buen hombre. De repente su rostro se ensombreció. -¿Crees que querrá curar a mí hermana? Nadie ha querido ni siquiera visitarla porque dicen que no tiene solución. -
-Claro. -Le garantice pasandole la mano por la espalda con afecto. -¿No estabamos hablando de lo bueno que es? -
Su hermana mayor llevaba años metida en un hospicio junto con otros como ella porque padecía un enfermedad de la que todo el mundo pensaba era muy infecciosa. A la pobre le colocaron cascabelillos y sólo le permitieron ponerse una manta, todas sus ropas fueron quemadas. Se me echó a llorar y eran tales sus sollozos y chillidos que apenas pude entender el gracias que salió de sus labios entre tanto llanto. Cogiendola de la mano la lleve hasta dónde el Monje rojo estaría, con él habían dos jovenes, una muchacha y un chico tán pelirrojo y de mirada tán traviesa que parecía un duende en vez de un humano. El Monje rojo estaba sentado en una silla de madera frente al señor Roth, quien se había ido a sentar en un cascado taburete. Ambos parecían mantener una animada conversación. Sería el señor Roth el primero en levantarse al verme llegar con la introvertida Claire detrás.
-¡Qué me cuelguen! ¿Se puede saber a qué vienes tú ahora? -Preguntaría mordisqueando el palillo que iba de un lado a otro entre sus dientes amarillentos.
-¿Yo? -Me hice la ofendida poniendome una mano sobre donde estaba mi corazón. -Yo a nada pero Claire si ha venido a por algo importante. -
El receloso señor Roth me miraría con un ojo entrecerrado mientras yo dejaba allí a Claire y me marchaba contoneandome con picardía. El señor Roth mascullaría:
-Alguien debería ponerle algo de disciplina a esa muchachita. Eso es lo que pasa cuando una joven se cria sin un padre, Monje rojo. -Le comentó al Monje rojo.
Aunque el señor Roth decía esas cosas, tán responsables y paternales, sentía el mismo deseo que otros hombres del pueblo hacía mí y fantaseaba con verme desnuda y a su entera disposición, lo que a mis ojos lo convertía en otro tipo al que provocar. El monje rojo curó y enseñó a la madre y a la propia Claire a tratar a su hermana en caso de que ese enfermedad pasase de curable a tratable. Me alegre muchísimo por ellas pero a medida que pasaban los días yo me enfrentaba a los sintomas que toda mujer o joven embarazada debe soportar. Nauseas, cansancio y una gordura que ocultar. Me las ingenie para que nadie se enterase pasando el mayor tiempo posible en casa de Claire, la cúal me acogió encantada, o en los rincones menos frecuentados del pueblo acompañada de un cubo, un libro y un grueso chambergo hasta que un día el Monje rojo me encontró.
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-¿Por qué demonios haces esto tán dificil? -Le pregunté ayudandola a ponerse en pie. Estaba tán embarazada que le costaba, su estomago se había hinchado adqueriendo una prominente forma ovalada como una pelota. -No dejare que te manden a un hospicio como mandan a tantas otras mujeres embarazadas sin esposo, mi hijo y tu tendreis una vida digna. -Añadí con voz firme y disgustada.
-¡¿Pero qué será de tí?! ¡Todo por lo que has trabajado tán duramente se irá a la mierda! ¡¿O es que no sabes que los monjes no pueden tener familia como algunos sacerdotes?! -Se me echó a llorar ella golpeandome con los puños en el pecho. Fue en ese momento que la niña que todavía era salió entre desesperados y agudos gritos y lagrimones que empapaban el cuello de mi tunica.
-Orianna, calmate y escuchame. -Le pedí pero tendría que repetirlo varias veces agarrando sus puños. -Ya sé que los monjes no pueden casarse pero tú sí, ¿O me negarás que tu madre no había preparado un desposamiento para tí? -
Entre hipidos e irregulares respiraciones, asentiría, los mechones que no estaban ocultos trás la pañueleta se moverían suavemente produciendo un sonido similar al soplar de la primera brisa de la mañana. Secandole las últimas lagrimas que saldrían de sus, estoy seguro, preciosos ojos con algunos dedos de mi mano izquierda, continue explicandole lo que había ido ideando durante aquellos dos o tres meses. Ella iría recobrando la calma poco a poco sin decir ni mu. Ella se esmeró mucho en descubrir cúal sería su futuro esposo durante el tiempo que el embarazo continuaba su desarrollo. Su madre apenas soltó prenda sobre ese individuo y me figuró que en un estado tán delicado y tán lleno de cambios emocionales, Orianna acabaría por aferrarse a mí con alguna excusa que justificase ese repentino cambio a su madre. Tenerla cerca me gustaba, era tán imaginativa e inteligente, siempre venía con algo que aportar y que Isabella acabase por aceptar a Orianna, me complacía aún más. La presencia de Orianna me hacía muy dichoso pero a veces también me producía ansiedad. No podiamos mostrarnos excesivamente cercanos, había que tener cuidado con los gestos y las palabras. Había que comportarse como un maestro en vez de como un amigo y a veces eso me agobiaba porque ella siempre parecía olvidar esas medidas de precaución. Era como un borracho que moja un trozo de pan en anis pero desea beberse toda la botella cuando es de sobra consciente de que no debe. Pero siendo sincero, estaba empezando a odiar la idea de entregarsela a otro hombre y no tenerla nunca más a mi lado. ¡Oh Ceiphied! ¿Por qué hacer lo correcto siempre fue tán costoso?
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Cuando el bebe empezó a dar muestras de su presencia dentro de mi, estaba recibiendo varios consejo por parte del Monje rojo para comportarme más apropiadamente ante mi futuro esposo o ante cualquier persona como una buena dama ha de hacer. Estabamos sentados muy juntitos, yo sostenía un aburrido e innecesario libro en el cúal se comentaba acompañado de cursis ilustraciones, los ropajes, los peinados o las maneras que debía adoptar una dama de buena cuna. ¡Vamos! Justo lo último que me habría puesto a leer pero como eso nos servía de excusa para estar juntos y a mi cada día me gustaba más estar junto a él, leía algunos parrafos y los comentabamos. Él desplegaba más elegancia y buen gusto que yo y mira que era yo la que sería la dama de algún señor o galante caballero. Fue muy rapido pero cuando se repitió supe que era nuestro bebe, que ya empezaba a tomar consciencia de su existencia y su cuerpo pues cada golpecito sería dado al mover sus deditos o alguna de sus piernecitas. Eso sí me entusiasmó.
-¡Se ha movido! ¡Se ha movido dentro de mi! -Exclamaría pasandome las manos por la cada vez más grande tripa.
-Tarde o temprano tenía que hacerlo ¿no? -Comentaría él como si fuese la cosa más evidente del mundo. Dejando a un lado el libro que sostenía en mi alda, cogiendo una de sus manos, le propusé:
-¿Quieres sentirlo tu también? Coloca tu mano aquí. -Le indicaría colocandola en todo el centro de mi tapada y un poco sobresaliente tripa a pesar de lo arropada que iba. -A pesar de tanto tejido encima, ¿puedes sentir sus golpecitos? -
Él asintió sonriendo y dijo:
-¡Sí, si que puedo! ¿Crees que será niño o que será niña? -Preguntaría trás la exclamativa confirmación. Yo negue con la cabeceza cerrando los ojos y sonriendo con fuerza. No lo sé, no tengo ni remota idea le contestaría poniendome bastante tonta.
-¿A tí que te gustaría? Un varón, seguro. -Quisé saber pero se echó a reir mientras colocaba su cabeza más cerca como si quisiese oir el bum bum que hacía el corazón de nuestro bebé al bombear sangre. Su rostro parecía resplandecer y sus mejillas se volvían muy rosodas, a veces sus frente se arrugaba, otras sus cejas se alzaban al igual que sus labios se curvaban trazando la más hermosas de las sonrisas, si, escuchar y sentir como nuestro bebé se movía en mi vientre le emocionaba y le llenaba de una alegría que parecía no haber sentido nunca tán inmesa, tán imposible de fingir. Observandole me daba cuenta de ello y eso era otra de las cosas que tanto me estaban conquistando de él. La otra sería que él no me trataba como si fuese inferior a él, me trataba como una igual y al tratarme así no había limites a la hora de compartir nuestros conocimientos. Es decir, hablabamos de cualquier cosa, desde grandes relatos epícos hasta las bases más enrevesadas de la magia. Su respuesta como tantas otras cosas de él me dejó asombrada, luego encantada.
-Pues... En realidad, siempre me ha hecho más ilusión tener una niña. -
Me resultaba extremadamente lindo cada vez que se ruborizaba, a veces incluso encontraba algo muy femenino en él que me empujaba a querer abrazarle o llenarle de besos. Creo que había en él una delicadeza inusual, muy cercana a la fragilidad pero que no era del todo fragilidad, algo muy bonito pero difícil de explicar. Bien mirado, siendo racional, a lo mejor sus mejillas adoptaban esos tonos porque hacía un frio helador aquella mañana. Los pasos del jovencito que iba con él, llamado Bricus, echaría a perder esa atmosfera tán idilica entre nosotros pues el Monje rojo apartaría rapidamente su cabeza de mi tripa al oir los pasos cercanos del joven. El chambergo que llevaba era de tonalidad oscura y le cubría todo, apenas dejaba atisbar la espada que siempre llevaba con él en su único cinturón de piel marrón al moverse. Sus guantes también eran de piel de similar color. Con su carita de duendecillo travieso, sentandose entre nosotros dos y colocando sus brazos sobre nuestras espadas para atraernos, soltó:
-¡Queridos tortolitos, traigo malas noticias! Orianna tiene a alguien que atender y Ud, maestro Rezo, debería ir a la ciudad para tratar un asunto con uno... Cuyo nombre no recuerdo. -
De ese modo, Bricus, uno de nuestros complices y el más dispuesto a echarnos una mano, me hizo saber que ese día, que el día que tanto había detestado, había llegado. Levantandome con ayuda, cogí el libro de gastadas tapas de cuero y cortantes y amarillentas hojas aplastadas y sosteniendolo con fuerza, respirando hondo, tán hondo que llegó a dolerme, eche a caminar pero antes mencione su nombre.
-Rezo... Qué nombre más acertado para un santo ¿no? -Sería la última reflexión en voz alta que haría aquel día.
Al instante siguiente caminaría tratando de recordar las lecciones que yo fingía recibir para ser toda una dama del Monje rojo o simplemente para mí, Rezo.
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Nada más escuchar los primeros pasos que Orianna dió, pasos que se alejaban como la esperanza de volver a tener un momento con ella como ese. Algo pareció apoderarse de mí lentamente. Aprete mis puños y la sonrisa se torció, Bricus, percibiendo eso que me estaba inundando, se apartaría de mí como un animal que presiente que algo malo esta a punto de suceder cerca de él. Me puse en pie llevado por esa nueva fuerza que brotaba en mi. Camine con la esperanza de escuchar de nuevo cercanos sus pasos. La escarcha sobre el suelo crujía a cada paso que daba pero yo concentraba todos mis sentidos en chocar con Orianna. Cuando ese milagro, porque eso para mí si era un milagro, su voz temblaba como si estuviese a punto de llorar, de derrumbarse como lo hiciera hacía ya al inicio del embarazo pero había tanta decisión en sus palabras. Siempre me gustó sentir el calor de la llama, eso me señalaba que había luz cerca de mí pero me había pasado demasiado tiempo con los dedos posados sobre esa llama y ya empezaba a sentir el dolor que la llama producía al abrasar mi piel. Sentí deseos de besarla aunque alguien pudiese vernos, al abismo, los buenos propositos, ya me buscaría otra manera de proseguir con mis investigaciones pero ella se negó y fue cuando su voz se quebraría al volver a decir mi nombre.
-Por favor Rezo, no lo hagamos más difícil de lo que ya es. Piensa en el bien del bebé. -
Y sus pasos volverían a alejarse hasta desaparecer dejando sólo el ulular del frio viento que soplaba aquella mañana. "Sí, hay que pensar en el futuro del niño. Qué crezca con una familia como son las de los demás." Me obligué a pensar, calmando eso que me invadía. Bricus llegaría poco despúes.
-Maestro Rezo, tú también tienes asuntos que atender. ¿O es que no me estabas escuchando? -Diría intentando que cambiase de dirección. El tacto de la piel de sus guantes sobre la fria piel de mis manos me alivió. Tenía razón, estaba comportandome como un egoísta y como un chiquillo. Había que aprender a pasar pagina y seguir adelante. Reuniendonos con Isabella, Bricus me susurraría:
-Ya encontrarás otra que te de calor siempre que quieras. -
Una debil risilla salió de mis labios. No había quien consiguiese enmendar a Bricus. Isabella no diría cúan agradecida estaba de que todo acabase del modo más adecuado. Orianna con un futuro esposo y nosotros de vuelta a nuestros asuntos pero se le notaba en la voz. En el templo de la ciudad recibiría una señora regañina por parte del sumo sacerdote de la orden que se ocupaba del hospital u hospicio en el que había sido dejada la hermana mayor de aquella muchacha que Orianna llevó meses antes ante mí. Al principio me sentiría nervioso e intranquilo creyendo haber sido descubierta mi inmoralidad con Orianna pero luego esa sensación no acabaría más que en indignación. Para el pueblo llano sería una especie de santo pero para los religiosos no era más que un fastidio. Bricus me describió a mi severo infitrión a su manera, es decir, resaltando sus rasgos como sólo un bufón o un niño lo haría. Los murmullos que salían de los otros sacerdotes eran una muestra más de la impresión que les causaba mi aspecto pero a partir de aquella vez no sentí gran cosa, ni inseguridad ni culpa ni nada. No era como ellos ¿y qué? A Orianna eso le gustó y a mí ella me gustaba tantísimo. Chascando la lengua el sumo sacerdote sería el único de ellos en hablar. Su tono de voz mostraba frialdad pero ya no me dolía tanto como en otras ocasiones.
-Aquí estoy. -Dije esforzandome en mantenerme tán frio e indiferente como él. -¿De qué quería hablar conmigo? -Fuí directo al grano, cuando antes me echaran la bronca, antes me iría. Él tampoco tardaría en hacerme saber lo que deseaba discutir pero antes, se daría el gusto de rebajarme. Un juego al que juegan todos. Los caballeros ante los sacerdotes, los sacerdotes ante los eruditos o monjes, los monjes ante los campesinos. ¡En menuda sociedad vivimos!
-Veo que los rumores son ciertos, eres un monje que viste de rojo. Un color bastante pecaminoso ¿lo sabía, Monje rojo? De eso he deseaba hablar con Ud. De lo que debe y no debe hacer. -
-¡Vaya! Y yo que pensaba que era un color que representaba poder. A muchos señores les gusta vistir este color. -Le hice saber con sorna pero no encontrarías actitud victoriosa o maliciosa en mi voz, sólo una calmada y armoniosidad que chocaba con la ronca y brusca voz del sumo sacerdote. Bricus rió tán fuerte que Isabella le golpearía abochornada, captando la atención del hombre pues dijo con tono despectivo:
-Además de graciosillo, acompañado de jovenes que le rien las gracias. Por favor, Monje rojo acompañeme y hablemos con seriedad. -
Sonreí vagamente al recordar el hueco sonido del golpe que le propinó Isabella a Bricus y la enorme carcajada del muchacho. Esos dos eran mi perdición pero a veces también mi salvación. Escuche todo lo que tuvo que decirme. Las advertencias, las consecuencias, todo lo que salía de su boca de lengua afilada y helada. Asentía y prometía intentar no meterme en terrenos que no tenían nada que ver conmigo. De nuevo, en la zona publica del templo, podría escuchar las voces de Bricus e Isabella pero entres ellas había una que no había escuchado hasta ese momento. Mis ayudantes y el dueño de esa voz al verme se aproximarían hasta mí tán rapido como sus piernas entumecidas por el frio les permitieron.
-¿Qué tal ha ido, maestro Rezo? ¿Verdad que es un cascarrabias? -Exclamaría Bricus, siempre tán sincero y extrovertido. Me encogí de hombros y pasandole una mano por sus revoltosos e irregulares cabellos le respondí:
-Nada que no haya oido antes. Es una persona difícil pero en el fondo es bueno, Bricus, no merece que le faltes el respeto. -Le aconsejaría pero la verdad yo también pensé que era un individuo desagradable.
-Pues Nefessio no lo considera tán venerable. -Replicó Bricus, seguramente referiendose al extraño con el que hablaba.
-¿Nefessio? -Repetí su nombre confuso. -¿Es así como se llama vuestro compañero de chachara? -
-Así es, ese fue el nombre que mis padres me otorgaron al poco de nacer, Monje rojo. -Respondería el propio Nefessio inclinandose un poco ante mí quedando su cabeza a la altura de mi pecho. Su larga capa pasaría muy cerca de mí al realizar ese movimiento. -El sumo sacerdote de esta orden es un tipo inaguantable. Ni siquiera sé porque sigo dirigiendome a este templo. -Añadió al ponerse en pie de nuevo. -No como Ud, según se cuenta, es lo más parecido a un santo que recorre la tierra. -Añadió con profunda admiración.
-Eso es lo que opina el pueblo pero ya se sabe cómo son las multitudes... -Repliqué quitandole importancia. -¿Puedo preguntar qué hace en un lugar sagrado como este un gallardo caballero como tú? -Preguntaría tomandolo por un guardian o caballero. Sus ropajes emitian un sonido curioso, lo que me hizo deducir que iría ataviado con cota de malla bajo las prendas de lana, cuero o piel que seguramente le abrigaban. Nefessio se echaría a reir acompañado por Bricus mientras saliamos del templo para enfrentarnos de nuevo a la frias temperaturas que hacía afuera. Isabella debió de lanzarles una de esas miradas que se conocen como asesinas porque las carcajadas se detuvieron de mala gana. Tosiendo un poco, Nefessio me revelaría su verdadero origen. Sentandonos en una de las mesas más proximas a la gran chimenea de uno de sus restaurantes favoritos de toda la ciudad, le escuchariamos mientras calentabamos nuestros cuerpos con unas tazas de caldo bien caliente y de delicioso sabor.
-Me halaga mucho que por un instante haya pensado que soy de la nobleza pero lo cierto es que vengo de origen tán sencillo como bien podría venir cualquier otro vendedor o artesano de esta ciudad. Supongo que al ir tomando tanto contacto con ellos he ido perdiendo mi encanto pueblerino. -Comentaba con voz meláncolica. Como si todavía echase de menos esa vida, dura pero más afable.
Bricus se bebería de un trago el caldo como si se tratase de una simple bebida mientras que Isabella iría sorbito a sorbito, disfrutando de cada gota que llegaba a su paladar. Dejando la taza en la mesa de pronto, exclamó:
-Maestro Rezo, ¿por qué le presenta a la madre de Orianna al bueno de Nefessio? -
En aquel momento si hubiese podido abrir mis ojos y dirigirle alguna mirada, le habría mandado una de esas que mandan los padres a sus hijos de menor edad, aún chiquillo, para silenciarlos o reprenderles sin armar un numerito. Me seguía costando hacerme a la idea de que Orianna y mi futuro hijo serían entregados a otro hombre pero hasta que la propia Orianna no llegase de nuevo a mí para pedirme un último favor, no ví a Nefessio como el esposo digno de ella y mi hijo. Bricus replicaría como un chiquillo molesto al darse cuenta de lo tensos que nos habiamos debido de poner todos:
-Si de todos modos, fuiste tú quien pensó que eso sería lo mejor para todos. -
Cuantas ganas me entraron de confesar que ese era el único plan que se me ocurrió antes de caer más y más prendado de ella, de su luz, una luz tán intensa que al menos hacía de la oscuridad un lugar menos frio y solitario. En vez de sincerarme, le dije:
-Y lo mantengo pero Orianna ya va a desposarse con alguien. -
Al instante esas palabras no serían como flechas que atravesaran mi corazón exclusivamente pues alcance a oir con una claridad sorprende como Nefessio también hacía por contener el dolor. ¿Sería Nefessio el chiquillo del que me habló Orianna?
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Al observar al que sería mi futuro esposo, todo mi ser tembló de miedo, sentada frente a él en uno de los gastados pero comodos sillones que poseiamos en la habitación más grande de toda la casa, casa no muy grande pero decorada con todo el estilo y buen gusto que mi madre siempre tuvo. Con la ayuda que mi amado de la niñez y su padre le ofrecieron al poco de llegar a ese pueblo y adquerir la vieja y derrumbada vivienda. A pesar de lucir un aspecto tán impoluto como le correspondía a cualquier hombre de su rango y posición había algo en él que no acababa de convencer. Se mostró muy amable y muy galán, como a toda dama le gusta que sea su caballero de cuento, pero en sus ojos se apreciaba una fiereza sobrecogedora. Cada vez que los posaba sobre los mios, parecían ser capaces de traspasarme la ropa y la piel. Sin embargo madre se sentía tán agusto, claro que madre sólo pensaba en nuestra hermosa boda en mitad de la plaza con todo el pueblo de testigo. Con las manos entrelazadas y mi bebé lo más oculto que fue posible entre ropas y firmes vendajes, rehuía sus miradas mientras madre hablaba de mis virtudes.
-Le aseguro que además de hermosa, mi hija es una excelente costurera y cocinera. -
-¡Oh! Eso sin duda la convertirá en toda una ama de casa pero ya tengo unos cuantos sirvientes que se encargan de esas tareas. Lo que me gustaría saber es si será una esposa obediente y refinada o una de esas que pierden los nervios por cualquier cosilla. -Atajaría él ayudandome a hacerme una idea mejor de la clase de esposo que sería y la clase de esposo que sería no me emocionaba, sería de esos que cuando les da la gana buscan el consuelo de otras mujeres con la esperanza de no perder por ello a su esposa, la que siempre estará para ellos como un perrito faldero. Yo sería su dama, claro que sí, pero sólo si el me permitiese jugar con otros hombres de modo similar. Sería divertido comparar cúal de los dos ha tenido más amantes. Dudo que fuese a ser tán generoso, sería tán deseada. Se lo hubiese preguntado pero yo sólo estaba ahí para ser tesada. Mi madre le aseguró que sería la esposa más tranquila y maravillosa del mundo, lo que agradó al caballero. Todos sus dientes brillaban con una blancura deslumbrante y sus cabellos eran como el oro, peinados con esmero hacía atrás, dejando algunos mechones caer a ambos lados de su rostro. Rostro de facciones varoniles y seguras. Cuanto más lo miraba más irreal me parecía. Tendría la edad que entre Isabella, Bricus y yo acabamos adivinando que Rezo tendría. Entrando en los treinta, caballero con varios meritos a sus espaldas y pronunciada arrongancia. Hubo un punto en la conversación, uno de los importantes ya que la castidad en una mujer es tán valiosa como la carencia de ella en un hombre, en que mi miedo se volvería pavor, un pavor que casi me delataba. Mis ojos estuvieron fijos en mi madre, vestida con sus mejores ropajes y envuelta en el chal más largo y tejido con la mejor tela que guardaba recelosamente en su baúl. El caballero, aunque escuchaba y mantenía la conversación con mi madre, parecía más deseoso de hablar conmigo.
-Bien, tál y como me aseguraron, será todo un placer desposarme con su hija. ¿Es mujer ya? -Así, con esa sutilidad, surgió el tema. Madre dejaría escapar una risita y se lo afirmó:
-Por supuesto, ya debería Ud saber que esta prohibido desposarse con una joven que aún no haya tenido su primera sangre. Mi hija es mujer desde hace cuatro años. -
Biologicamente hablando sí, mentalmente, creo que mucho antes. Yo empece a tontear y a querer saber de esas cosas mucho antes que cualquier muchacho y los muchachos suelen ser más ardorosos que las muchachas. Claro que lo de ser madre lo experimente a la edad que todas suelen hacerlo.
-Magnifico. Ahora si nos disculpa, me gustaría conocer a mi futura esposa un poco mejor. -Le pediría a mi madre, tal y cómo ha de hacerse trás ser presentada por la madre, la muchacha al que será su esposo. Para que charlen más intimamente pero sin obscenidades, eso le dejaría en muy mal lugar, la únión carnal ha de ser después de la boda, en la noche de bodas. Madre se marcho apresuradamente pero antes de levantarse, me diría en voz muy baja:
-Cariño mio, este es el mejor partido que he podido encontrar, te lo ruego, no lo estropes. -
Resoplé y le respondí:
-Si, madre. -
Al oirla marcharse, me concentré en no olvidar que aquello era lo mejor para mi futuro hijo, que si aquel caballero podía darnos una buena vida a cambio de un pequeño sacrificio por mí parte, debía ser fuerte y comportarme como la dama que debía de ser, como la mujer florero que todos los maridos buscaban y dejar a un lado las ocurrencias que sólo a Rezo o a Nefessio hubiese gustado. Adoptando un aire delicado e inocente, comenzariamos a compartir pensamientos y gustos.
-Dime, ¿alguna vez has visitado el reino de Seillune? -
Negue con la cabeza exhibiendo una sonrisa forzada.
-Pues te aseguro que cuando viajemos a la ciudad capital de Seillune, te parecerá el lugar más maravilloso del mundo. -
"El lugar más maravilloso del mundo ¿de verdad? No hay lugar más maravilloso en el mundo que aquel al que vas acompañada de tu amado" Pensé con una sonrisa que se torcería suavemente pero pronto recobró fuerza al pensar en qué preguntar al noble caballero que tenía frente a mí.
-¿Qué opinas de los religiosos como sacerdotes o eruditos? -Le pregunté yo poniendole a prueba, deseaba verificar si lo que Rezo me había contado con respecto a los caballeros era verdad. -¿Sueles acudir a los templos para rezar o meditar? -
Mi pregunta le dejaría sorprendido pero alzando una ceja, apoyando su mentón sobre el puño izquierdo contestaría:
-No soy un hombre muy practicante que digamos, ¿Por qué lo preguntas? -
-Ohh verás, es que tanto mi madre como yo, si somos bastante religiosas. Incluso he llegado a plantearme seriamente el sacerdocio. -Le respondí yo con una sonrisa traviesa.
Eso pareció enfurecerle pero apretando los puños y repeinandose, se controlaría y diría:
-¿Sabes? Eso hubiese sido una perdida de tiempo. Tú madre ha hecho bien en buscarte esposo. -
"¿Una perdida? ¿Una perdida para quién? Seguramente más para ti que para mí" me dije a mí misma. Tuve que concentrar toda mi mente y mi energia en el bien del bebé para no lanzarme a él, cogerle la espada y cortarle el cuello. A lo largo de la conversación me convencí de que no era la clase de hombre que yo deseaba como padre sustituto de mi hijo y del hijo de Rezo. Llegando el momento en que el sol empezaba a descender, el caballero se despediría de mi besandome la mano, exclamando:
-Estoy impaciente por que la ceremonia que nos unirá se celebre. -
-Supongo que yo también. -Se me escapó decir. El caballero rió pero a madre casi le da un ataque. Respiró e inspiró varias vaces, con una risa histerica.
-¡Qué cosas tiene mi hija! ¡Claro que está deseosa de la ceremonia sea pronto! -
En el único lugar de la casa en el cúal me sentía protegida, sentada sobre la cama, examinaría la que era mi dormitorio, complice de mis ataques de furia y de creatividad, acariciando la manta tán limpia como mimosa al tacto de mis dedos, calida y usada desde que era muy pequeña. El espejo de medio cuerpo encima de mi tocador de caoba de oscuro color con relieves que le daban un aspecto muy señorial ya no tenía un cristal tán brillante y hermoso como el día que lo trajeron pero aún se atisbaba mi reflejo. Mi mesita de noche por muchas veces que fuera encerada, seguía poseyendo algunas muescas pero a mí eso no me parecía malo, me gustaba ya que me hacía imaginarla como una mujer que a pesar del tiempo o las heridas seguía hacía delante. La estanteria de una tabla sujeta a la pared no poseía tantos libros como me hubiese gustado pero cada uno de ellos era antiguo y valioso, palabras que dejaron grandes sabios como Lei Magnus o Themis Ulcies, recitas muy utiles acompañadas de apuntes para crear venenos o brebajes curativos o leyendas e historias escritas por sabios de muy distintas épocas hasta nuestros días. ¿Me permitiría mi futuro esposo adquirir más libros? Algunos de ellos poseían imagenes tán bonitas, si tenía que deshacerme de ellos, antes se los regalaría a alguien, a alguien que los apreciase como yo lo hacía o puede que más. Gracias a Ceiphied la ceremonia no se celebraría hasta encontrar a un buen sacerdote, de los mejores entre los recíen formados, por lo que pude encontrarme a escondidas con Rezo. Él me comunicó que no se iría hasta que el niño naciese. Lanzandome a sus brazos como una niñita que vuelve a encontrarse con su perdido padre, me desahoguaría. Nunca pude ver sus ojos pero al mirar su rostro, siempre pude ver tanta calma y ternura. A veces era más un padre que un amigo o un novio y a lo mejor por eso me gustaba tanto permanecer horas y horas abrazada a él. Sentados, con la cabeza apoyada sobre su rostro, hablaba y hablaba mientras el me escuchaba pacientemente. El bebé se revolvía suavemente y aunque a veces hacía un poco de daño, provocando bultos en mi, no me importaba. Él, Rezo y el verme empujada a una boda no deseada, me estaban haciendo sentar la cabeza, volviendome un poco más responsable.
-Rezo, lamento tanto haberte metido en esto. -Me disculpé, me disculpé de todo corazón, pasando una mano por la zona en la que estaría el bebé flotando tranquilamente. -Creí que no te atreverías, mi amor de la infancia nunca se atrevía a ir más allá de los besos y las caricias. -
-¿Tu amor de la infancia? Creo que ya me hablaste de él una vez pero no recuerdo su nombre. -Me diría él tratando de centrarse. Reí llevandome la mano que acariciaba mi tripa hacía los labios y dije:
-Eso es porque no te dije su nombre. Era muy dulce, muy amable y muy timido, todas las muchachas decían que te parecias bastante a él, a mí Nefessio. -
-¿Nefessio, dices? Mmmm... -Sería todo lo que diría a continuación Rezo, con una voz entre misteriosa y de satisfacción. Me dió la sensación de que algo en su cabeza se activó pues preguntó -¿Y qué te parece el hombre con el que tu madre ha preparado el desposamiento? -
Me quedé bastante rigida al recordar sus penetrantes y oscuros ojos sobre mí, mi rostro se contrajó al recordar sus palabras, la arrogancia y la superioridad que en ellas se notaba. Era todo lo contrario de lo que yo buscaba en el que sería mi futuro esposo.
-Me da miedo. Temo que le haga algo muy malo al niño si descubre que no es suyo. -
-Comprendo. -
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Que a Orianna no le agradase el esposo que su madre le había encontrado me llenaba de una satisfacción increible pero al poco de nacer el niño, me costaría el doble seguir con mis asuntos mientras ellos unian sus vidas con Nefessio. No es que tuviese nada en contra de él, entre el caballero y él, le prefería mil veces a él pero ya se sabe, cuando se van creando lazos, lazos tán fuertes entre un hombre y una mujer, a veces el hombre acaba bastante aprisionado por esos lazos que la mujer a de cortar. Ella era tán especial y nuestro niño nació sano y sin ninguna disminusvalia a pesar de lo complicado que fue sacarlo de su calida y ocasional vivienda dentro de Orianna. Como a menudo ocurre, el pequeño Tessaurus sintió deseos de descubrir el mundo antes de tiempo, como si percibiera que cuando antes saliese de su madre, más fácil sería que Neffesio convenciese a la madre de Orianna de que él tenía que desposarse con Orianna. Una batalla de dificil victoria. Recorriendo el barrio por dónde suelen vivir los artesanos, sea en la ciudad que sea, Bricus se detendría y me observaría de arriba a abajo como si nunca antes me hubiese visto, con voz inquisitiva diría pasando sus dedos por mi pelo:
-Creo que esas muchachas y la propia Orianna tenían razón al decir que te pareces bastante a Nefessio, claro que tus cabellos no son ni la mitad de revoltosos y rizados que los suyos. -
-¡Ya vale! -Le replicaría yo intentando apartar sus enguantados dedos de mi cabello. Cuando logre sentir la suavidad del tejido de sus guantes, tomando seguridad, agarre su mano y la aparte. Isabella reiría maliciosamente. Esos dos siempre deseaban que el otro fuese castigado, se llevaban bastante mal pero en el fondo se hicieron muy amigos. Tendría que ordenar los pocos pero sedosos cabellos que cayeron sobre mi frente gracias a Bricus, me daba repelús que mis cabellos cayeran sobre mi rostro. El hombre de la residencia por la cúal paramos debió de escucharnos pues al instante el sonido de una puerta abriendose un poco y una voz muy ronca provocaron que las risotadas de Isabella se moderaran.
-¿Se puede saber a qué viene tanto escandalo? ¡Algunos necesitamos mucho silencio para trabajar! -Gruñiría.
-Lo sé y lo siento muchísimo. Buscabamos a un hombre joven llamado Nefessio. ¿Sabe dónde podría encontrarle? -Le contestaría yo aducadamente. El sonido de la puerta al cerrarse me haría pensar que se había disgustado tanto que ni nos daría una respuesta ni nos dejaría entrar a reponer fuerzas pero al rato la voz de un hombre joven surgiría de algún punto de la casa. Era la de Nefessio, al principio me costó reconocerla pero luego si se iría volviendo familiar.
-Pasad por aquí. -Nos invitó abriendo otra puerta, la cúal producía un sonido más desagradable, como el tocar un instrumento desafinado. -Como habreis podido comprobar, mi jefe no es un hombre de grandes delicadezas. -Se permitió el lujo de indicar y después rió. A su risa se le uniría la nuestra mientras nos adentrabamos a la vivienda por la zona en la cúal había sonado el chirrido de la otra puerta. El fuerte olor a barniz y madera me confirmó que estabamos en la parte de la casa dedicada al taller.
-Qué olor más fuerte. -Comentaría Isabella a mí derecha agitando sin duda una mano.
-Cierto y tendreis que disculparnos por ello, algunos muebles acaban de ser retocados hace poco. -Nos informaría con voz amable Nefessio. -He tenido que abrir la parte que tenemos cara al publico. Ese gruñón no me permitía recibiros en el salón de su casa. -
Sus pasos se oían raidos de un lado a otros acompañado de un leve y sordo sonido, me figuré que sería el de algunos asientos al ser colocados. Además de agradable, era muy detallista, eso le iba favoreciendo pues si quería ganarme, tenía que demostrar que no era un hombre como lo eran tantos otros.
-Bueno, ya podeis sentaros, no son elegantes sillones pero valdran. -Nos sugirió frutandose chocando sus manos dejandome escuchar un leve plaf.
-No, yo mejor me quedo de pie. -Le haría saber Bricus colocado a mi izquierda con voz alegre. Nefessio suspiraría, Isabella y yo si nos sentariamos, por educación.
-Alguno de los muebles que hay aquí, ¿los has hecho con tus propias manos? -Deseé saber al poco de sentarme. La madera estaba tán bien lijada que parecía hecha por todo un experto. Sentandose en la silla rechazada por Bricus, Nefessio contestó:
-Si pero por ahora sólo me encargo de muebles de poca importancia como las sillas en las que estamos sentados pero esto no es nada en comparación con lo que hace Ud. -
Lo decía tan enserio, tán maravillado y con una voz tán clara, pura como la de un niño, que no había atisbo de mentira o engaño, que siempre me hacía sentir inmerecedero de escuchar precisamente de su boca esas palabras pero poco a poco me animaban a verlo como alguien que sí llevaría a Orianna con amor y sin celos ante mí. Con una sonrisa, le planteé la cuestión y que qué haría.
-Yo sólo calmo males fisícos con magía y los pocos conocimientos que he ido adquiriendo. Nunca he creado nada hermoso a partir de ninguna clase de material pero sí, me figuro que eso es de algún modo lo que me hace valioso y me agrada que me consideres especial por ello pero si te dijese que la única cosa que he creado ha de ser entregada a otro artista, ¿qué me dirías? -
-Pues... No lo sé, si el artista al que has de entregarsela es de confianza, me figuro que no habrá gran problema, ese artista te permitirá tenarla de vez en cuando, ¿no? Porque solo es su guardían. -Me respondería pasado un largo rato en silenciosa reflexión.
Los terminos que utilizó me gustaron, sin darse cuenta estaba admitiendo que aún al enterarse de que el hijo de Orianna no era suyo, lo cuidaría y lo amaria porque se le había pedido eso y él como hombre de confianza, cumpliría. Hasta a veces habría un modo de que estuviese con él. Era el esposo que buscaba.
-Disculpa mi osadia pero ¿te has desposado con alguna muchacha ya? -Pregunté sin andarme con más rodeos. Nefessio tampoco se andaría por las ramas.
-No pues le prometí a una chiquilla de la que me enamoré de bien joven que jamás me desposaría con ninguna otra muchacha que no fuese ella. -
-¡Qué romantico! -Exclamarían Bricus e Isabella, Bricus con voz más burlona.
-Era una chiquilla muy precoz, siempre se le acusaba de cosas terribles por ello pero a mí me tenía loquito perdido. -Me la definiría detalladamente, como regresando a esos tiempos, con una voz tán llena de amor y dulzura que lograría ablandarme.
-¡Esa es sin duda Orianna! -Adivinó Bricus dando un golpe al suelo con el pie. -Ella también se acuerda mucho de tí pero ay con su madre, la ha desposado con un tipo horrible. ¡Si vienes con nosotros, el maestro Rezo y nosotros convenceremos a esa arpia para que Orianna y tú os desposeis y todos vivamos felices de nuevo! -Se aventuró a soltar Bricus impaciente por poner fin a toda este enredo. A veces su brusqueda viene bastante bien. Nefessio se levantaría atónito y soltaría:
-¿En serio? ¿Ud haría eso por mí? -
Poniendome en pie, se lo aseguré pero poniendole una condición:
-Por supuesto pero también tienes que cuidar al futuro niño que ella traerá al mundo como si fuera tuyo. Si descubro que te has acabado deshaciendo de él, la llevaré conmigo. -
Nefessio cayendo al suelo me prometería, incluso juraría, que cuidaría de ambos y que aún siendo hijo bastardo, le daría todo, todo lo que poseyera como si fuese realmente suyo. Los días fueron pasando sin mucha novedad, Orianna se sentía segura y feliz al saber que yo había logrado convencer a su madre de que cambiase de pretendiente porque había encontrado uno mucho mejor en la ciudad. El caballero no se enojaría pues recibía muchas peticiones por parte de muchas madres con bellas e ingenuas hijas a las que desposar. Orianna estaba euforica, no paró de formularme preguntas sobre ese futuro esposo que le había encontrado. Yo le aseguraba que sería de su total agrado mostrandole una sonrisa traviesa. Sí, en aquellos días fuí yo quien tenía a Orianna con la boca abierta. En el momento en que Orianna rompió aguas estaba con nosotros. Sonó como el sonido de huevos rompiendose. De inmediato la obligamos a tumbarse en la cama boca arriba, decía sentir un dolor intermitente y más espantoso que tener retortijones. Chillaba, maldecía y sollozaba. Yo no me aparté de ella, sentandome a su lado, ordenaría a Isabella traer mi bolsa de viaje y rebuscar en ella algunas cosillas. Mi pobre Orianna dilataba gemiendo dolorida muy lentamente, podíamos escucharla aferrarse a las asperas sabanas mientras el bebé se abría camino con grandes complicaciones. Pasado un rato, con gemidos que se habían convertido en autenticos aullidos de puro dolor e indignación por parte de la desesperada madre, ordené a Isaballa sacar paños con los que envolver al bebé. Isabella, probablemente, asomada tál y como le pedí junto a Bricus que mantenía abiertas las piernas de Orianna con fuerza y terqueria, exclamaba con voz llorosa:
-¡Maestro Rezo, no parece que el bebé asome ninguna parte de su cuerpecito! -
-¡No jodas! -Soltaría Bricus. -¡Mira que como nazca muerto! -
El rugido que salió de mi boca dejó a todos impresionados.
-¡No lo permitiré! -
Entonces se me ocurriría la única solución que podría ayudar al bebé. Agarrando una mano a Orianna, le informé de lo cruda que se estaba poniendo la cosa y de qué tendría que hacerle algo de daño. Ella lloraba y lloraba y cada vez era menos dueña de su cuerpo. La siguiente orden a mis jovenes ayudantes sería tán precisa como clara.
-Conseguid un cuchillo, tenemos que sacar al bebé antes de que se asfixie. -
Los pasos de Isabella se escucharía alejarse y acercarse en apenas un instante. Isabella debió de quedarse en shock al escuchar la siguiente orden pues no logre escuchar ningún sonido proveniente de ella o que me señalase que se estaba moviendo.
-¡No te quedes ahí parada! -Le gritaría Bricus todavía manteniendo las piernas de Orianna separadas y todo lo abiertas que podía. -¡Haz lo que el maestro Rezo ha dicho! ¡No creo que sea tán difícil, tú que eras hija de un pastor, habrás hecho esto antes con ovejas o cabras! -
Entonces trató de replicar pero su voz apenas alcanzaría un grado audible para Bricus.
-¡No puedo! -Acabaría gritando echandose a llorar. -¡Esas cosas las hacian mis hermanos! -Recordaría gritando en pleno ataque de panico.
Me recorrió una angustía tán fuerte como paralizante pero no podía dejarme llevar por ella, el bebé mi necesitaba, Orianna me necesitaba, creo que fue en ese momento que esa vocecilla que al principio era como un susurro se volvería tán clara como alta, una vocecita que con los años se iría alzando hasta acabar como un grito desesperado. Una voz que decía Ojalá pudiese ver, pues estaba claro que un ciego no podía realizar esa clase de trabajos, los de un curandero pero apretando los dientes, rogando a Ceiphied su ayuda, dije a la asustada y superada Isabella lo siguiente:
-Ven conmigo Isabella, lo haremos juntos. Sólo ayudame a encontrar el lugar adecuado en que hacer la incisión. -
Ella caminaría hacía mí, pasos lentos y muy distantes unos de los otros, sus manos temblaban, el fino acero del cuchillo era frio y parecía estar aún un poco humedo. Entres los dos obraríamos la importante operación. Ella con voz congestionada me ayudaría a llegar hasta el centro, un poco hacía arriba, sujetando su temblorosa mano, con firmeza atravesariamos la fina piel que hacía de barrera entre el bebé y nosotros. El sonido sería similar al que produce cualquier cuchillo al cortar carne. Fue un momento bastante tenso y terrorifico el meter las dedos y agrandar el agujero que habíamos realizado en Orianna en busca del bebé. Mi corazón latía tán fuerte que dolía. Al momento de sacarlo, Isabella se lo llevaría en el paño para labarlo un poco. Los sollozos y gritos se calmarían, creo que Orianna cayo inconsciente, mientras ordené a Bricus coser la overtura en su panza. Bricus obedeció tomando los utensilios necesarios. Los leves ras ras que surgían al entrelazar con los gruesos hilos la carne, me indicaban que Bricus lo estaba haciendo estupendamente. Cuando Isabella con una mano me obligaría a extender las mias para tomar al bebé, lo primero que hice fue concentrar toda mi afinado oido con el deseo de que pudiese escuchar su pequeño corazón latir. Era un sonido tán ligero, un bum bum casi extinguiendose, lo estreché entre mis brazos acercando su cabecita para poder apoyar levemente mi rostro en ella y usé mi magía sanadora sobre él. Pasaría un buen rato hasta que sus extremidas comenzasen a moverse y su respiración y latidos ganasen fuerza trayendo con sigo un agudo sollozo, que yo amansaría sintiendo un alivio y una felicidad tán grande que parecería invadir a mis ayudantes. Orianna le otorgaría un nombre precioso aunque me costó mucho convencerla de que no era buena idea ponerle mi nombre.
-Tessaurus es muy bonito. Nuestro tesoro. -Le diría reprimiendo la emoción que me llenaba sentirlo vivo entre mis brazos sentandome de nuevo junto a ella.
-Pues que sepas que tu nombre me gusta mucho más pero bueno... -Acabaría por acatar ella con voz molesta pero muy animada observandonos a Tessaurus y a mí. Antes de entregarselo y marcharme le dije la última vez que estariamos juntos.
-Tu futuro esposo se llama Nefessio. -
Eso la volvió loca, muy loca de alegria pues con sus propias palabras, era el hombre más parecido a mí que conocía. Sería un padre y un esposo formidable. Yo le dedicaría mi última sonrisa, una sonrisa entristecida, una sonrisa que se acabaría por desvanecer con la muerte de Bricus poco tiempo después. Alejandome de esos dos, pense eso de es mejor amar y haber perdido que no haber amado nunca. Quien lo dijese no se hacía una idea de lo equivocado que estaba.
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