lunes, 11 de octubre de 2010

DIABLURAS

Para ellos resultaba algo natural, algo que les salía solo, sin necesidad de usar grandes palabras, gestos o concentración. Resulta increible, fascinante e incluso encantador verles tán metidos en el estudio, el dominio de esa particular proeza, de ese don, seguramente concedido por Dios. Todos ellos, incluso el más joven y por lo tanto con una tendencia más marcada a la renuncia ante la dificultad de ciertos ejercicios, no cesaban en su empeño por lograr ese objetivo, que se había vuelto un objetivo común. Sus rostros se iluminaban ante los frutos de su constancia, o simplemente cuando veían a su mentor aparecer aplaudiendo con una gran sonrisa. Para los chiquillos aquel gesto era la mayor rescompensa, era como tocar el cielo pues que un adulto les tratase como a uno de los suyos, no sólo como adultos, como hechiceros adultos, era un indicativo de que no eran del todo inútiles, que aún siendo jovenes, podrían llegar a dominar la magía, fue del tipo que fuese.
-¡Magía! ¡Nada más ni nada menos que magía! ¡Ese hombre les está enseñando las artes ocultas del diablo! -Exclamaba una de las damas más religiosas y temerosas de Dios indignada ante otras damas de buen nombre. Al parecer, ella nunca simpatizó mucho con él ni con la idea de que la magía fuese algo bueno o al menos algo que no tenía por qué ser exclusivo del diablo. Ella consideraba a todos aquellos capaces de manejar o poseer magía como adoradores del diablo, individuos muy peligrosos y llenos de maldad. Una dama encantadora. La joven y buen educada, presente en aquella reunión entre damas eminentes, Maria no dijó nada. Se limitaba a sorber con delicadeza el té servido en una preciosa tacita de porcelana adornada con pequeñas flores pintadas. Aunque realmente enojada ante el hecho de verse obligada a formar parte de aquel grupo de marujas de alta sociedad, lo que en verdad le enfureció fue que la conversación, que tan pacientemente había escuchado, no parecía encaminarse a otros temas. Para su sorpresa y creciente enojo tomó un rumbo aún más ofensivo.
-¿Y no os parece extraño que un hombre sin esposa acoja a todos esos niños en su tenebrosa mansión? -Preguntó maliciosamente una de esas damas. -¿Creeis que es una actitud decente por su parte?
Todas se llevaron las manos a la boca, Maria pensó que debido a la malsana idea que se estaban formando en sus bien peinadas cabezas. La jefa o aquella que parecía tener la voz más cantante de todas ellas, dijó horrorizada:
-Oh querida, ¿insinuas que...?
-Efectivamente, ¿qué otra explicación habría si no? He oido que las brujas mantienen relaciones indecorosas con animales y otras criaturas... -Contestó aquella que había lanzado la pregunta que devaluaría en un sinfín de dañinos disparates. Maria apretaba los dientes, bajando la mirada, recreandose en aquel al que ella tachaban de diablo, de monstruo, de degenerado, al cúal metían en el mismo saco que a Blackfield y algo comenzó a erosionar su calma, su compostura. Maria cerró los ojos y aunque durante unos momento creyó caer en un sueño, un sueño en el cúal aquel hechicero de rojas ropas, expresión meláncolica, abría sus ojos, siempre cerrados, y agarrandola por la cadera, juntaba sus rostro contra el suyo para lograr un apasionado beso antes de mostrarle brevemente la realidad. El diablo, quizás no "ese diablo" del que ellas hablaban pero sí otro cruel diablo lo tenía preso.
-Maria, querida, ¿Tú que opinas al respecto?
Pregunta que hizo regresar a Maria, todas las damas la miraban expectantes. Maria pestañeó varias veces, se rechupeteó los labios y simplemente dijó:
Él no es Blackfield.
Dejó la taza de té, ya vacia, en la coqueta mesita y salió de la habitación, durante unos breves momentos permaneció sentada en el suelo llorosa mientras se balanceaba cada vez con más velocidad. Maria, ciertamente, era una muchacha muy especial y solía adoptar esa actitud frente a situaciones tán indeseables como esa. Aprender magía no era malo, era divertido, y que fuese tanta gente a esa mansión no era para nada malo, era porque ellos y algunas ellas querían ayudarle. Qué bien que su madre llegase en aquel momento a casa de su abuela. Le cogió las manos, levantandola del suelo, le colocó el abrigo y despúes de una pequeña gran charla se marchó con Maria de aquella casa. A veces, su madre olvidaba lo especial que podía llegar a ser Maria, cosa que solía provocar alguna que otra discusión entre ellas. Hay ciertos temas que no deben ser tratados cerca de chiquillos o muchachitas. Maria se dirigió presta a su cuarto, allí se sentía mejor. Cogió su cuaderno y no paró de garabatear cosas en él hasta que una voz familiar le obligó a detener su actividad.
-¡Abreme, que vengo a por ti por deseo expreso del hombre más temido de la ciudad! -Gritaba burlón golpeando la ventana. Maria la abrió sin pensarlo dos veces, permitiendo la entrada a su pulcra habitación a M, M, uno de los pocos amigos que tenía, un muchacho, de más o menos su edad, uno de esos muchachos que a su madre jamás le agradaban. M ofreció teatralmente su mano a Maria, la cúal se la concedió la suya pues M venía a llevarla con él a la Mansión que había en medio del bosque, vamos, vamos que como bien le había informado, la llevaría a encontrarse con el hombre del que tanto se hablaba. Maria se agarró fuertemente a M. M, agíl como un mono, con Maria bien sujeta a su espalda, salió de la habitación, cerró la ventana con sumo cuidado y emprendió el viaje a la Mansión. Maria no sabía que pensar, sabía de sobre que eso estaba mal pero como ella no lo veía tán malo, iba a visitarlo siempre que podía. Cosa que dejaría tanto a su madre como a su abuela de piedra.

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