jueves, 20 de enero de 2011

FanFic Slayers REMEMORANDO II


Cuando el chiquillo levantó los ojos del suelo, sus bonitos e inundados de lagrimas ojos, logró ver al portador de la voz que le había sobresaltado. Era, sin duda, un individuo alto pues el chiquillo no sólo tuvó que alzar los ojos, también todo su cuello. No sólo la estatura de aquel extraño maravilló al niñito, el color y el suave tacto de sus ropas ya le hacían sospechar que no se trataba de un hombre cualquiera. Aquel fue un momento que el chiquillo, el jovencísimo y huerfano Zelgadiss jamás olvidaría.
-¿Qué haces en un lugar como este, tán solo? ¿No te habrás perdido? -Le preguntó sentandose a su lado. Entre ambos se hayaba una hermosa estatua de fria piedra, tan fria como el lugar en el que se encontraban sentados. El chiquillo, trató de contestarle pero no le salían las palabras, lo único que salieron fueron más lagrimas y un llanto ahogado. No quería que aquel extraño tan elegante supiese que se había escapado exclusivamente para visitar a sus padres fallecidos. Seguramente le arrastraría hasta el hospicio y recibiría varios azotes ante la impasible mirada de los demás huerfanos.
-Bueno, si no quieres decirmelo, será mejor que me vaya. Al fin y al cabo, no es asunto mio. -Dijó el hombre con apariencia de menor edad, levantandose pero el chiquillo, al ver que se iba, dejandolo solo, le agarró la gruesa rojiza manta que le envolvía, sujeta por unas sencillas hombreras de cuero oscuro. El hombre joven al notar los deditos que le agarraban fuertemente, se detuvó. Sin darse cuenta, el pequeño Zelgadiss estaba uniendo su destino al de aquel enigmatico monje de rojas ropas.
-S-Sólo quería r-reunirme con mi mamá y m-mi papá. -Le confesó y acabó llorando sobre el alda del monje rojo. El deslizó sus dedos suavemente sobre el revolto cabello del chiquillo. El chiquillo se pasó todo el día buscando las lapidas pero al no encontrarlas y con un temor que le recorría todo el cuerpo ante la bienvenida que recibiría en el hospicio en el que vivía, se sentó en aquella lapida, contemplando la representación de otra madre fallecida llorando. Poco a poco, el chiquillo se fue serenando, pero aún se sentía triste. El monje rojo sabía que el chiquillo seguía junto a él porque el chiquillo no parecía querer abandonar la posición en la que se había quedado. El monje rojo dió un hondo suspiro. Si no regresaba con los otros monjes, el abad se enojaría. Sin embargo, sentía que no podía dejar al chiquillo en aquel extenso campo santo, tan solo e indefenso. Sin ser capaz de ver, presentía a espectros de demonios deseosos de poseer el cuerpo del niño.

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